Cualquier época de la historia humana tiene su reflejo en el terreno ideológico. Resulta inevitable, por tanto, que en toda época de cierta reacción social el pensamiento político tienda a retroceder hacia atrás hasta etapas ya superadas desde hace mucho tiempo. León Trotsky, a propósito de esto, escribía: “En estas condiciones la tarea de la vanguardia consiste, ante todo, en no dejarse sugestionar por el reflujo general: es necesario avanzar contra la corriente. Si las desfavorables relaciones de fuerzas no permiten conservar las antiguas posiciones políticas, por lo menos hay que conservar las posiciones ideológicas, pues la experiencia tan valiosa del pasado se ha concentrado en ellas. Ante los ojos de los mentecatos, tal política aparece como ‘sectaria’. En realidad no hace más que preparar un salto gigantesco hacia adelante impulsada por la oleada ascendente del nuevo período histórico”.
Esta frase enormemente inspiradora del gran revolucionario ruso nos traza la tarea fundamental que hemos de encarar los marxistas en el momento actual, para continuar en la lucha por la transformación socialista de la sociedad.
La caída del estalinismo, hace ahora una década, dio paso a una campaña sin precedentes desatada por la burguesía y sus acólitos en todo el mundo, contra las genuinas ideas del marxismo y del socialismo. Esto, unido a la relativa estabilidad económica y social vivida por los principales países capitalistas avanzados en los últimos veinte años, y a la persistencia del actual boom económico, ha sido aprovechado para sentenciar a muerte, una vez más, a toda idea de transformación social.
Los marxistas no debemos tener miedo de reconocer que se ha producido un reflujo ideológico sin precedentes en las últimas dos décadas en el movimiento obrero, aturdido por la desorientación y la falta de perspectivas ante la desbandada general a la derecha que vemos entre los dirigentes obreros de las organizaciones tradicionales de masas en todos los países.
Sin embargo, resulta paradójico que en el mismo momento en que el propio FMI se ha visto obligado a reconocer en su último informe que jamás en la historia de la humanidad se había alcanzado un nivel de desigualdad económica y social como el que conocemos en los días de hoy; cuando las conquistas históricas de bienestar y seguridad en el trabajo de la clase obrera de los países más desarrollados están siendo cercenadas día a día; cuando la incertidumbre entre la juventud trabajadora es la norma a la hora de encarar su lugar en el seno de la sociedad capitalista; cuando las guerras, las enfermedades y la barbarie que sacuden a millones de personas en todo el planeta no disminuyen sino que crecen año tras año; cuando la anarquía de la producción capitalista está preparando una crisis de enormes proporciones en la economía mundial; resulta paradójico, decimos, que todas las tendencias dentro del movimiento obrero, desde las más moderadas hasta las más izquierdistas, den como bueno el actual estado de cosas, bien santificando al capitalismo como el sistema “menos malo” posible, bien escondiendo la cabeza bajo el suelo, a la espera de tiempos mejores.
Como una muestra más de esta postración ideológica, en los últimos años, sesudos analistas dentro del movimiento obrero están repitiendo como loros las vulgaridades que cocinan en sus despachos algunos economistas burgueses, bombardeándonos con una nueva andanada de “pruebas y hechos” que demuestran de manera concluyente y definitiva que el análisis marxista está seriamente “dañado”, particularmente a raíz de la irrupción de la llamada nueva economía. Así hablan de que ya no existe la clase obrera “en sentido tradicional” por el cambio producido con la introducción de la nueva tecnología en la producción, de la aparición de las nuevas clases medias que hace más compleja la estructura de clases en la sociedad, de la terciarización de la economía en detrimento de la industria y, por ende, de la disminución de la importancia de ésta y de los obreros industriales en el sistema económico capitalista.
Lo que sorprende de estos análisis no es lo que dicen; sino que, esencialmente, no hay nada nuevo en ellos. Palabra por palabra, se vuelven a repetir los mismos argumentos contra las ideas fundamentales del marxismo que hemos escuchado en los últimos cien años. Con este trabajo pretendemos responder estos argumentos y oponer, frente a ellos, la completa validez de las viejas ideas del marxismo.
Para nosotros, el conjunto de ideas y de análisis que ofrece el marxismo son la mejor herramienta de que dispone la clase obrera para comprender el presente y la única para ganar el futuro.
Con esta aportación no pretendemos ni podemos agotar todos los temas en discusión, sino que hemos querido centrarnos en el análisis de tres aspectos vitales hoy para el movimiento obrero, y que están siendo sometidos al fuego graneado de la propaganda de la burguesía y sus voceros en su lucha contra las ideas del marxismo: la propia definición del concepto de clase obrera, el papel de ésta en la economía capitalista y el proceso de formación de la conciencia de clase como paso ineludible para afrontar la transformación socialista de la sociedad.

 

Clase obrera y clase capitalista

 

La sociedad capitalista se apoya en la existencia de dos clases sociales: la clase capitalista o burguesa y la clase obrera o asalariada. Mientras que el resto de clases y capas sociales intermedias (pequeños campesinos, comerciantes, autónomos, etc.) son residuos de estructuras económicas antiguas y atrasadas, y oscilan entre los capitalistas y los asalariados, la clase obrera es el producto más genuino del sistema económico capitalista. Mientras más desarrollada se encuentra la economía capitalista, mayor es la fuerza numérica y el peso social de los asalariados. En todos los países capitalistas desarrollados, sin excepción, la clase obrera representa en torno al 75%-90% de la población activa. Y en la mayoría de los países ex coloniales y subdesarrollados adquiere una fuerza creciente, teniendo en algunos de ellos el mismo peso numérico y social que en sus antiguas metrópolis.
La economía capitalista necesita de dos condiciones fundamentales para poder existir:
a) La existencia del trabajador libre. Entendiendo aquí como libre la ausencia de ataduras sociales que impidan al trabajador vender su fuerza de trabajo al propietario de una empresa a cambio de un salario.
b) La separación del trabajador asalariado de la propiedad de sus medios de trabajo. La propiedad de éstos (herramientas, máquinas, materias primas, etc.) la ostenta el capitalista, el empresario.
Así pues, el trabajador asalariado se encuentra en una situación doblemente antagónica en relación a la propiedad: por una parte, no pertenece en propiedad a su patrón (como sí ocurría bajo la esclavitud y, hasta cierto punto, bajo la servidumbre feudal), pero tampoco posee en propiedad los medios de trabajo que le permitan adquirir por su cuenta sus medios de vida, pues de otro modo sería un pequeño propietario: campesino, artesano, tendero, autónomo, etc.
La existencia del trabajador libre así entendida es la condición que necesita el burgués para poder disponer de la masa de obreros suficiente para desarrollar su labor productiva en una empresa capitalista.
Una clase social es un grupo humano que tiene una identidad de intereses derivada de su relación con la producción y la reproducción de sus medios de vida y de trabajo. En cada época, lo que determina la aparición y el carácter de dichas clases sociales es la manera en cómo se producen y cómo se apropian los productos del trabajo social. Así, la identidad de intereses de las diferentes clases sociales está determinada por la manera en que éstas se apropian de los productos del trabajo social. Bajo el sistema capitalista, los productos del trabajo social asumen la forma de mercancías, es decir, la forma de objetos producidos por el trabajo humano destinados a la venta, y que se dividen en medios de consumo (medios de vida) y en medios de producción (medios de trabajo).
Los capitalistas son los propietarios de los medios de producción y, por lo tanto, de las mercancías producidas por éstos y por los trabajadores asalariados. De esta manera, el conjunto de los capitalistas forman la clase capitalista. No todos los capitalistas individuales se dedican directamente a la producción de mercancías. También dentro de la clase capitalista existe una división del trabajo. Hay capitalistas que se dedican exclusivamente al comercio y distribución de mercancías (capital comercial), al préstamo de capital y dinero (capital bancario), y a otras actividades, muchas de ellas fusionadas con la propia producción fabril. Todas estas actividades son un complemento indispensable para que el complicado engranaje de la economía capitalista pueda desarrollar su tarea fundamental: la producción y venta de mercancías.
Los trabajadores asalariados sólo pueden acceder a sus medios de vida (esto es, a su propia existencia como seres humanos bajo las condiciones que impone la moderna sociedad capitalista) trabajando para los capitalistas por un salario con el que compran a éstos dichos medios de vida. Por esto constituyen la clase obrera (la clase que trabaja), independientemente de la diversidad de oficios y ocupaciones en que se ramifica el trabajo asalariado.
La identidad de intereses de la clase capitalista se manifiesta en su afán por perpetuar su propiedad sobre los medios de producción de mercancías, de cuya venta obtienen sus medios de vida y todos sus privilegios sociales en esta sociedad, medios de vida y privilegios sociales obtenidos mediante la apropiación del trabajo excedente que deja la clase obrera en dichas mercancías, trabajo que no se le paga.
La identidad de intereses de la clase obrera se manifiesta en su absoluta dependencia de la clase capitalista para obtener sus medios de vida, independientemente del oficio u ocupación, y en su lucha constante contra esta misma clase capitalista por mantener y aumentar dichos medios de vida adquiridos con el salario recibido por su trabajo; es decir en su lucha constante contra la clase capitalista por el trabajo excedente no pagado.
Así, la lucha de clases bajo el capitalismo es, en esencia, una lucha por la apropiación del trabajo excedente de la sociedad.
La tendencia de la economía capitalista a extender el sistema de trabajo asalariado en todos los sectores de la economía no es caprichosa. Este sistema, en una sociedad dividida en clases, es el que de una manera más completa es capaz de desarrollar la productividad del trabajo humano, teniendo su nervio motriz en la obtención del beneficio capitalista.
Mineros, obreros de fábrica, maestros y profesores, administrativos, jornaleros del campo, funcionarios, bancarios, informáticos, telefonistas, sanitarios (celadores, auxiliares de clínica, ATSs, etc.), obreros del transporte (autobuses, ferrocarriles, metro, etc.), comerciales, obreros de artes gráficas, obreros de la construcción (albañiles, peones, alicatadores, encofradores, gruístas, fontaneros, electricistas, etc.), empleados de comercio, de la hostelería, etc. Todos sin excepción entran dentro de la clase obrera, por la única y simple razón de que, careciendo de propiedad (entendiendo como tal la posesión de medios de producción) sólo pueden acceder a sus medios de vida (medios de consumo) trabajando a cambio de un salario, correspondiéndoles la identidad de intereses a que antes hacíamos referencia.
Esta definición de clase social, la única realmente científica, es la que demuestra que nunca antes en la historia, la clase de los trabajadores asalariados ha sido tan fuerte numérica y socialmente como hoy en día.

 

La clase obrera, el producto más genuino de la sociedad capitalista

 

A diferencia de lo que sucedía con los productores de las formaciones económicas precapitalistas (feudalismo, esclavismo, comunismo primitivo), el capitalista no produce para satisfacer sus necesidades personales, sino mercancías para vender en el mercado y obtener un beneficio. Como la obtención del beneficio capitalista va ligado a la venta de mercancías (ya que el valor de las mismas incluye la plusvalía, el valor del trabajo excedente no pagado al obrero) cada capitalista particular se ve inclinado, obligado, y estimulado por la competencia, a vender cuanto más mejor. Por eso la producción capitalista tiende irresistiblemente a la producción en masa, para así obtener el máximo posible de beneficio. Producción que excede claramente el trabajo y el esfuerzo de un solo individuo (posición que sí ocupaba el artesano en el feudalismo), requiriendo la necesidad de ocupar a trabajadores a sueldo para hacer factible la producción en dicha empresa. De aquí que el obrero resulte ser el producto más genuino e inevitable de la producción capitalista.
Cualquier pequeña empresa, si tiene éxito, debe aumentar la escala de su producción, creciendo en tamaño, en fuerzas productivas y en obreros asalariados para poder hacer frente a esta producción en masa. Así es como, históricamente, ha surgido del tendero el hipermercado; del pequeño taller, la fábrica; y del usurero, el banquero moderno.
El sistema capitalista, basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la búsqueda del máximo beneficio, necesita del trabajo asalariado para existir. Es más, todo nuevo producto, invención o ingenio mecánico que pueda tener un fin práctico y útil para la sociedad es adoptado indefectiblemente por la producción capitalista bajo la forma de mercancía para su producción y venta en masa. Ni el automóvil, los electrodomésticos, el ordenador o el teléfono móvil existían hace cien años, cuando el capitalismo era ya un sistema maduro y plenamente desarrollado. Sin embargo, hoy como ayer, todos estos nuevos productos necesitan ser producidos en grandes fábricas donde trabajan miles de obreros. Auguramos a nuestros críticos que todo nuevo producto que surja en el mercado con un fin práctico útil, tenderá inevitablemente a ser producido en masa y que, para su fabricación, se precisarán grandes plantas industriales con miles de obreros. “Al reproducirse el capital, siempre lo hace también su instrumento, la fuerza de trabajo. El término acumulación del capital equivale al de aumento del proletariado” (Marx, El Capital, Vol. 1, pág. 558. Ed. Cubana).
El sistema capitalista no es sólo un sistema de producción de mercancías, sino que, además, es un sistema que tiene que reproducir sus condiciones materiales de existencia: los medios de producción y la fuerza de trabajo, la clase obrera, para continuar existiendo. “El proceso de producción capitalista reproduce por sí mismo una separación entre el trabajador y sus condiciones de trabajo. Reproduce y eterniza, por ello, las condiciones que fuerzan al obrero a venderse para vivir, al tiempo que permite al capitalista comprarle para enriquecerse (...) El trabajador, más que venderse a un capitalista individual, pertenece de lleno a toda la clase capitalista. Su servidumbre económica está mediatizada, al tiempo que disfrazada, por la periódica renovación de este acto de venta, por la ficción del contrato libre, por el cambio de sus patronos individuales y por las oscilaciones del precio del trabajo en el mercado. El proceso de producción capitalista considerado en su continuidad, o como reproducción, no produce solamente mercancía y plusvalía; produce y eterniza la relación social entre capitalista y asalariado” (Marx, El Capital, Vol. I, pág. 523. Ed. Cubana).
Bajo el sistema económico capitalista el desarrollo de las fuerzas productivas adquiere un carácter mundial, desconocido en las sociedades humanas anteriores. “Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes... Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países” (Marx y Engels, El Manifiesto Comunista, pág. 42. Fundación Federico Engels). Así, este desarrollo mundial de las fuerzas productivas tiene como consecuencia inevitable una división del trabajo y también una extensión, un desarrollo y un fortalecimiento cada vez mayor de la clase obrera a nivel mundial.

 

El mito de las clases medias

 

Según las cifras del Instituto Nacional de Estadística y de la Encuesta de Población Activa (EPA), correspondientes al tercer trimestre de 1999 (citadas en el Anuario 2000 del diario El País), el número de asalariados activos en el Estado español era, en cifras absolutas, de 10.979.300, el número de empresarios de 2.594.700 y el número de parados  de 2.548.500.
Contando sólo los ocupados (asalariados y empresarios), obtenemos una cifra total de 13.574.000 personas, con lo que el porcentaje de asalariados resulta ser el 80,8% del total. Si incluyéramos a los parados entre los asalariados, puesto que aquéllos no son otra cosa que obreros en paro, el porcentaje de asalariados se eleva hasta el 83,9 %.
Por otro lado, la cifra de empresarios está completamente distorsionada. Los autónomos figuran dentro de los mismos. Y el número de autónomos, muchos de los cuales son antiguos obreros que viven en las mismas condiciones que un trabajador normal u obreros en activo que se ven obligados a pagarse un seguro de autónomo, representa un porcentaje muy alto de los mismos. También incluyen en estas cifras a las pequeñas empresas y negocios familiares donde trabajan, a lo sumo, dos o tres miembros de una misma familia.
Con lo cual, utilizando los propios datos que nos proporciona la burguesía, se confirma la poderosa correlación de fuerzas que existe a favor de la clase obrera en cualquier país capitalista moderno y en el nuestro, en particular.
Sin embargo, nuestros críticos alborotan todo el tiempo hablando de la fuerza de las clases medias, en oposición a la debilidad de la clase obrera.
Desde un punto de vista científico, las clases medias son el sector de la población que trabaja manual o intelectualmente, pero que es dueña de sus medios de trabajo, a diferencia de la clase obrera. Por su propia definición las clases medias son un sector muy heterogéneo. Tan clase media es el pequeño campesino que apenas sobrevive con su pedazo de tierra, como un propietario mediano con 15 ó 20 hectáreas; o el pequeño tendero del barrio y el abogado que dirige un bufete de prestigio. Sus estratos más bajos viven y trabajan en condiciones parecidas a las de muchos trabajadores, mientras que su estrato superior tiene muchos puntos de contacto con la burguesía.
No sólo numérica, sino socialmente las clases medias son mucho más débiles que la clase obrera. Debido a sus condiciones de vida y trabajo, son orgánicamente incapaces de jugar un papel independiente en la sociedad, oscilando sus apoyos y simpatías continuamente entre la burguesía y los trabajadores.  
Bien es verdad que los marxistas sí diferenciamos entre clase media y un sector algo más numeroso de la población: las capas medias, es decir un grupo social que engloba a las clases medias, a elementos semiproletarios y a los estratos superiores de la clase obrera, que por sus condiciones de vida y sus relaciones sociales pueden, coyunturalmente, estar más cerca de los estratos medios de la clase media, adoptando, incluso en su psicología, aspectos y comportamientos ajenos a los de las amplias masas de la clase obrera. Sería un error tomar esto en un sentido absoluto. La psicología y la conciencia de estas capas superiores o periféricas de la clase obrera es muy heterogénea y cambiante, y entre ellos también se encuentran obreros con conciencia de clase, que no han perdido sus vínculos con el resto de la clase trabajadora. Entre estas capas podemos distinguir a sectores del profesorado (muchos de los cuales proceden de las clases medias), el sector asalariado de los médicos y abogados, funcionarios, o sectores muy recientemente incorporados a la clase obrera, procedentes de diferente extracción social. En cualquier caso, la fuerza social y numérica de las amplias masas de la clase obrera continúa siendo infinitamente mayor que la de estas capas medias.
Lo que mucha gente confunde es el concepto de clase con el de nivel de vida. Así, si en los países avanzados  la mayoría de los trabajadores no se mueren de hambre y pueden acceder a condiciones de vida más elevadas, ya han dejado de ser clase obrera y se han convertido en clase media. Así razonan muchos teóricos y sociólogos, con un esquema que representa una vulgarización grosera del marxismo.
El marxismo nunca ha negado, sería estúpido hacerlo, la posibilidad de un aumento en el nivel de vida de amplias capas de la clase obrera. El propio sistema capitalista se ve obligado a adaptar el salario de los trabajadores a las condiciones sociales cambiantes en que se desenvuelve, para sobrevivir. Así, por ejemplo, hace 70 años disponer de un coche era un lujo para la inmensa mayoría de los trabajadores, además de por su elevado precio comparado con el salario de la época, también porque no era esencial disponer del mismo para desenvolverse en la sociedad capitalista. Hoy, en cambio, el coche (como la televisión, la radio y, mañana, el teléfono móvil) es vital para desenvolverse en la misma. En concreto, el desplazamiento en coche al lugar de trabajo juega un papel esencial para que el sistema productivo pueda funcionar cada día. Además la producción de automóviles se ha convertido en una rama fundamental de la producción capitalista.
El sistema se ve obligado a reflejar en el salario de los trabajadores esta realidad si quiere seguir existiendo. Pero lo que sería ridículo es deducir de este hecho que los trabajadores se han aburguesado o se han convertido en clase media. El coche es un objeto de consumo, un medio de vida, y no un medio de producción. La relación social obrero-capitalista no desaparece por este hecho. Los capitalistas siguen explotando a estos obreros y extrayéndoles plusvalía.
Lo que el marxismo sí afirma es que, en cada época, los capitalistas intentan mantener el salario de los trabajadores en el mínimo necesario para que puedan vivir en las condiciones sociales existentes. El límite máximo de salario que los capitalistas pueden dar a los trabajadores, por supuesto siempre que sus beneficios no se pongan en cuestión, es aquél que no les pueda liberar de vender su fuerza de trabajo a estos mismos capitalistas al final de cada mes.
Y lo que el marxismo también afirma es que toda conquista en el nivel de vida y en las condiciones de trabajo de la clase obrera no es eterna. Que cuando cambia la correlación de fuerzas entre las clases, fruto de una derrota sindical o, en un plano más elevado, de una derrota revolucionaria, o bien fruto de una aguda crisis en la economía capitalista, muchas de estas conquistas se desvanecen. Que sólo la transformación socialista de la sociedad puede garantizar permanentemente los avances sociales y elevarlos indefinidamente.


El papel de la industria en la economía capitalista

 

Actualmente está de moda entre los apologistas del capitalismo despreciar la importancia de la industria en la economía capitalista, lo que demuestra, por un lado, su estúpida ignorancia y, por otro, su afán consciente por tergiversar la realidad para de esta manera desviar la atención de la clase obrera de sus objetivos históricos, pretendiendo debilitar su conciencia. Así, en un artículo aparecido en El País (24/7/00), titulado ‘La revolución del siglo XXI se libra en la red’, José Cercós, presidente de Winterthur, afirma auténticos disparates como éste: “Con la nueva economía no sólo cambian los instrumentos de producción, sino el contenido. De fabricar cosas en el siglo XX vamos a pasar a procesar información en el siglo XXI. Ésa es la gran transformación” (énfasis nuestro).
La producción industrial constituye la base sobre la que se sustenta la moderna sociedad capitalista. Siempre ha sido así, y siempre será así. Todas las vulgares habladurías sobre la sociedad de servicios, sobre el declinar de la industria y del papel de los obreros industriales, no resisten la más mínima crítica científica.
Cualquiera puede hacer la prueba, incluído el señor Cercós. La ropa que nos viste, los alimentamos que tomamos, los ladrillos de que están hechos los edificios, los bolígrafos, el papel, los coches, aviones, televisores, ordenadores, periódicos, los billetes y monedas; en fin, excepto el aire que respiramos, todo está hecho en fábricas o instalaciones industriales. Sin la producción fabril la sociedad capitalista colapsaría en 24 horas. Esto es algo tan elemental que resulta una puerilidad detenerse en explicarlo, pero ¡a tan miserable nivel ha descendido la moderna ciencia burguesa propalada por estas lumbreras salidas de la universidad!
La importancia de la industria, bajo el capitalismo, no reside sólo en su función de productora de valores de uso, de producción de objetos útiles, sino también como única fuente (junto con la agricultura) creadora de  plusvalía, el auténtico motor de la producción capitalista. “El capital industrial es el único modo de existencia del capital en que su función no consiste solamente en apropiación de plusvalía o del producto excedente, sino también en su creación. Por eso este capital condiciona el carácter capitalista de la producción; su existencia implica la de la contradicción de clase entre capitalistas y obreros asalariados (...) Las demás variedades de capital que aparecieron antes que él en el seno de condiciones sociales de producción acabadas o en decadencia, se subordinan a él y sufren modificaciones apropiadas en el mecanismo de sus funciones. Más aún, no se mueven más que sobre su base; viven y mueren, persisten y sucumben con esta base que él les proporciona” (Marx, El Capital, Vol. II, pág. 53, Ed. Cubana).
Como explica Marx, el resto de capitales no vinculados directamente a la producción (capital comercial, capital bancario, y gran parte de lo que se entiende como el sector servicios) está supeditado, en cuanto a su propia existencia y en cuanto a la apropiación de plusvalía y, por lo tanto, a la obtención de beneficios, al capital orientado a la producción de valores de uso por medio del trabajo asalariado (industria y agricultura), única manera de producir plusvalía. La realidad diaria demuestra cómo toda perturbación seria en la industria y la agricultura causa efectos inmediatos en el resto de la economía capitalista. En el volumen III de El Capital, Marx explica detalladamente el mecanismo mediante el cual se reparte la plusvalía, originada en la industria y la agricultura, entre todos los sectores que participan en la economía capitalista.
Desde un punto de vista marxista, el sector industrial abarca no solamente las fábricas, instalaciones industriales y minas, sino todos aquellos sectores económicos que producen mercancías, como es el sector de la construcción (aquí las mercancías son las casas y edificios que incluyen en su valor la plusvalía incorporadas por los obreros en el proceso de construcción), los transportes de mercancías (añaden un valor y una plusvalía extra a las mercancías transportadas al requerir trabajo humano asalariado), el transporte de personas (aquí la mercancía es el desplazamiento en sí mismo efectuado por trabajadores asalariados), las telecomunicaciones, el sector energético (electricidad, petróleo, gas), etc. La división del trabajo, impuesta por la producción capitalista, lejos de reducir la parte industrial de la economía capitalista la amplía cada vez más.
“La industria moderna nunca considera ni trata como definitiva la forma existente de un proceso de producción. Por consiguiente, su base técnica es revolucionaria, mientras que la de todos los modos de producción anteriores era esencialmente conservadora. Mediante las máquinas, los procedimientos químicos y demás métodos, la industria moderna revoluciona constantemente la base técnica de la producción, y con ella las funciones de los obreros y las combinaciones sociales del proceso de trabajo. De este modo, revoluciona también, no menos incesantemente, la división del trabajo dentro de la sociedad, lanzando sin cesar masas de capitales y obreros de una a otra rama de de la producción” (Marx, El Capital, Vol. I, pág. 437. Ed. Cubana).
Resulta curioso que estos abogados de la terciarización de la economía, no tengan tiempo para explicarnos cómo se puede entender la irrupción en la economía mundial de países como Corea del Sur, China o Brasil, sin la enorme fortaleza industrial acumulada por estos países en las últimas décadas. Por no hablar del liderazgo ejercido en la economía europea por Alemania gracias a su poderosa industria. En sentido contrario, vemos cómo antiguas potencias industriales de primer orden como Gran Bretaña, no hacen más que declinar su importancia en la economía mundial en la medida que su burguesía ha desmantelado gran parte de la producción industrial.
El hecho de que haya sectores de la economía capitalista que no se dediquen directamente a la producción de mercancías (el famoso sector servicios) no significa que dejen de estar, por ello, supeditados a la producción mercantil, como antes indicamos. Y en lo que respecta a sus trabajadores, se ven obligados a transplantar los métodos de trabajo de la industria, el sistema de trabajo asalariado, para poder funcionar.


La pequeña empresa y la gran producción

 

Los defensores de la economía del libre mercado destacan la pujanza de muchas empresas medianas, lo que contradice, según ellos, la tendencia a la concentración de la producción vaticinada por el marxismo.
Como tantas, ésta no deja de ser una afirmación gratuita. En los últimos diez años hemos asistido a una impresionante concentración de la producción en un número cada vez menor de empresas multinacionales, en prácticamente todos los sectores productivos: acero, automóvil, química, papel, aeronáutica, construcción naval, banca, hidrocarburos, telecomunicaciones, etc. “Sólo en la primera mitad de 1998, las absorciones empresariales en EEUU implicaron la astronómica cantidad de 949.000 millones de dólares. No menos del 20% de toda la actividad económica. En la primera mitad de 1999 hubo implicada una cantidad adicional de 570.000 millones de dólares en las fusiones. Esto no se limita a EEUU. En el mismo período, las fusiones en la UE alcanzaron los 346.000 millones de dólares. Y esta tendencia no muestra signos de reducirse. El proceso de fusiones en todo el mundo en los tres primeros trimestres de 1999 supuso el 16% más que en el mismo período del año anterior, alcanzando un nuevo récord de 2,2 billones de dólares, de acuerdo con Thompson Financial Securities” (Alan Woods, ‘En el filo de la navaja’, publicado en Marxismo Hoy nº 7, Fundación Federico Engels).
Actualmente son 200 grandes multinacionales, que cubren todos los sectores productivos, las que controlan las palancas fundamentales de la economía mundial, teniendo muchas de ellas un poder económico, e incluso político, superior a los de muchos Estados nacionales.
La plantilla media de estas grandes multinacionales como General Motors, Volkswagen, Glaxo,  Boeing, Deutsche Bank, Toyota, General Electric, IBM, Microsoft, Telefónica, etc. alcanzan los 100.000, los 200.000 y hasta los 600.000 trabajadores, cifras desconocidas para las grandes empresas capitalistas de hace 80 ó 90 años, cuando supuestamente el marxismo todavía tenía alguna razón de ser.
El análisis más elemental demuestra que el predominio de la pequeña empresa en un país no significa más desarrollo, sino todo lo contrario. Los países capitalistas más desarrollados tienen una proporción mayor de grandes empresas que aquellos que, como el Estado español, representan un tipo de capitalismo más débil y atrasado. Esto se ve claramente si comparamos el desarrollo industrial español con el de los Estados Unidos, Japón o Alemania.
En realidad, nuestros críticos se han dejado deslumbrar por el boom económico de los últimos años, con la irrupción de nuevas ramas de producción donde, inicialmente, los pequeños capitales parecen tomar la delantera. Es la ilusión de todas las épocas de crecimiento acelerado de la producción capitalista. Pero como señala Marx: “Al desarrollarse la producción capitalista, aumenta el mínimo del capital individual necesario para explotar un negocio en condiciones normales. Los pequeños capitales afluyen a las esferas de producción de las que la gran industria no se ha adueñado aún o sólo lo ha hecho de manera imperfecta (...) Se produce la competencia en razón directa del número y en razón inversa del volumen de los capitales que rivalizan entre sí. La competencia termina siempre con la ruina de los pequeños capitalistas, cuyos capitales desaparecen o van a parar a las manos de los vencedores” (Marx, El Capital, Vol. I, pág. 570. Ed. Cubana).
La existencia de pequeños y medianos capitales siempre van a acompañar a la gran producción capitalista mientras dure este sistema, pero siempre condicionados y comprimidos en su desarrollo por las grandes empresas y multinacionales. Como afirma Rosa Luxemburgo: “De acuerdo con Marx, en la marcha general de la evolución capitalista, los pequeños capitales cumplen la función de ser los adelantados de la revolución técnica y ello en un sentido doble: tanto en lo relativo a la introducción de nuevos métodos de producción en ramas antiguas, establecidas y ya arraigadas, como en lo relativo a la creación de nuevas ramas productivas que aún no han sido explotadas por los grandes capitales (...) No hay que imaginarse la lucha entre la empresa mediana y el gran capital como una batalla periódica en la que se desvanece de modo directo y cuantitativo el destacamento de la parte más débil, sino, más bien, como una siega periódica de pequeños capitales, que vuelven a surgir rápidamente para ser segados de nuevo por la guadaña de la gran industria” (Rosa Luxemburgo, Reforma o Revolución, pág. 57, Obras escogidas, Vol. I.  Ed. Ayuso, Madrid 1977).
En los últimos veinte años se han desarrollado nuevas ramas de producción que han adquirido una influencia de primer orden en la economía capitalista, como es el caso de los ordenadores y los programas informáticos. Así, Microsoft, surgió en el interior de un pequeño garaje en Seattle, de la mano de un joven emprendedor como Bill Gates. Veinte años después, de todas las pequeñas empresas innovadoras en este campo de la producción capitalista, sólo Microsoft y alguna más han sobrevivido, transformándose en multinacionales que emplean a miles de trabajadores. Es una prueba más de la tendencia inevitable a la gran producción y del papel dirigente de ésta en la economía capitalista.

 

La ‘descentralización’ de la producción y la ‘disminución’ de los obreros industriales

 

Está de moda entre los detractores del marxismo sostener la afirmación de que, poco a poco, la gran producción está dejando paso a unidades de producción más pequeñas, con lo que la concentración industrial de los trabajadores se reduce de tamaño y por tanto la conciencia de los mismos.
Sobre el tema de la conciencia volveremos más adelante. En cuanto a lo demás, reafirmamos lo que hemos explicado en el anterior apartado, que deja a las claras la tendencia a la gran producción y a la concentración del capital en todas las esferas productivas.
Aquí, de nuevo, nuestros críticos incurren en una gran confusión e ignorancia. Esta gente identifica la disminución coyuntural de trabajadores empleados en una fábrica, como consecuencia de la sustitución de obreros por máquinas cada vez más perfeccionadas, con un paso atrás en las tendencias de la economía capitalista antes descritas. Al contrario, la sustitución de trabajadores por máquinas (algo que  forma parte inseparable de la historia del capitalismo) lleva siempre aparejado un aumento de la escala de producción de mercancías de esa fábrica particular. No hay nada nuevo en este fenómeno. Marx analiza en El Capital, con todo detalle, cómo el aumento de la fuerza productiva del capital se consigue aumentando la parte constante del capital (las máquinas), a costa de disminuir su parte variable (trabajadores). Esta disminución del capital variable puede ser relativa (con el mismo número de trabajadores, o incluso con más trabajadores, producir una cantidad mayor de mercancías por obrero empleado), o absoluta (disminución del número de obreros empleados produciendo una cantidad mayor de mercancías). En cualquier caso la potencia productiva del capital siempre aumenta.
De cualquier manera, el número de obreros es un elemento muy flexible en una empresa, estando indisolublemente ligado a la coyuntura económica. Así, la Seat de Barcelona tenía unos 20.000 obreros antes de la crisis de 1993, cuando la dirección de Volkswagen despidió a la mitad de la plantilla para quedarse con 10.000 trabajadores en su nueva fábrica de Martorell. Ahora trabajan en esta fábrica unos 14.000 obreros, produciendo una cantidad de coches muy superior a la que producía anteriormente con 20.000.
Actualmente existen en el Estado español unos tres millones de obreros industriales fabriles (sin incluir el sector de la construcción, transportes y telecomunicaciones, lo que daría una cifra muy superior), la misma cantidad que hace ocho años.
La disminución de trabajadores en una fábrica choca con dos limitaciones. Por un lado, siempre se necesitará un número mínimo de trabajadores para poder mantener en funcionamiento la producción. Y en segundo lugar, en la medida que el beneficio capitalista proviene de la plusvalía extraída a los trabajadores, siempre necesitará un mínimo de éstos para poder mantener la tasa y la masa de beneficios (por supuesto, a costa de aumentar la sobreexplotación de estos trabajadores) pues, como explica Marx, la máquina no crea plusvalía, se limita a transferir a la mercancía su propio valor.
Aquí el sistema capitalista se enfrenta a una nueva contradicción. Si aumente indefinidamente la fuerza productiva en una rama industrial sustituyendo a trabajadores por máquinas, esto llevaría un descenso paulatino en la tasa de beneficios y, tarde o temprano, en la masa de beneficios, lo que iría contra el interés mismo de la producción capitalista, que es el aumento continuado del beneficio privado. Llegado a un punto tienen que limitar las innovaciones técnicas en el proceso de trabajo, lo que convierte al régimen capitalista en un freno para el desarrollo de la fuerza productiva del trabajo. El desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo entra así en contradicción con el beneficio capitalista. Por otro lado, si la mayor parte de la clase obrera quedara apeada del trabajo productivo, eso sólo podría conducir a una revolución.
Por eso el capital, so pena de perecer, y espoleado por la búsqueda del beneficio, debe encontrar incesantemente nuevos campos de producción, crear nuevas ramas productivas donde explotar a nuevos trabajadores para producir nueva plusvalía. Así, mientras que por un lado, desciende el número de obreros en determinadas ramas industriales, por otro lado se crean otras nuevas con la ocupación de una masa creciente de obreros asalariados.
Hace veinte años el número de obreros del automóvil era muchísimo mayor que el número de obreros ocupados en el sector de las llamadas tecnologías de información (informática), que era una rama industrial relativamente reciente. Hoy en cambio, en los Estados Unidos trabajan en este sector más de nueve millones de personas, muchas más que en la industria del automóvil.
“La composición de la clase obrera cambia constantemente con cada modificación del proceso productivo. La actual generación de trabajadores de la industria de ordenadores trabajan de un modo diferente al de los trabajadores de una cadena de montaje de la Ford. Pero la diferencia es sólo relativa. No han dejado de ser trabajadores que venden su fuerza de trabajo para poder vivir. Más aún, la diferencia entre las diferentes ramas de la producción se están estrechando continuamente. Las condiciones de trabajo en las grandes oficinas y centrales telefónicas, donde un gran número de trabajadores están concentrados trabajando con ordenadores, se asemejan a las de las grandes fábricas. De hecho, las condiciones entre los primeros son, frecuentemente, mucho peor” (Alan Woods y Ted Grant, La lucha de clases y el ciclo económico).
La llamada descentralización o externalización de la producción en determinadas ramas industriales, que se manifiesta en fenómenos como la subcontratación de determinadas tareas productivas fuera de la empresa o industria matriz, es un instrumento que éstas utilizan para reducir costos y aumentar sus márgenes de beneficio, mediante el abaratamiento de las mercancías producidas por estas subcontratas a través de la sobreexplotación de los obreros que trabajan en ellas. En muchas ocasiones los propios obreros de las subcontratas trabajan, codo con codo, con los obreros de la empresa contratante, formando en realidad una misma masa obrera.
En cualquier caso, la independencia de estas empresas subcontratistas es completamente ficticia. Dependen absolutamente de la gran empresa a la que prestan su servicio, sin la cual no podrían existir. La subcontratación es un disfraz que oculta el dominio absoluto de la gran producción. Si echáramos un vistazo a la composición accionarial de muchas de estas subcontratas veríamos cómo, incluso, el control decisivo lo tienen las grandes empresas para las que trabajan.

 

Clase obrera y conciencia de clase

 

El proceso de adquisición de la toma de conciencia de clase de los trabajadores no es un proceso inmediato ni automático, ni en la industria ni en el resto de los sectores productivos. En su libro Miseria de la Filosofía, Marx, analizando la situación de Gran Bretaña en la década de los 40 del siglo XIX, señala: “En principio, las condiciones económicas habían transformado la masa del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado en esta masa una situación común, intereses comunes. Así, esta masa viene a ser ya una clase frente al capital, pero todavía no para sí misma. En la lucha, de la cual hemos señalado algunas fases, esta masa se reúne, constituyéndose en clase para sí misma. Los intereses que defienden llegan a ser intereses de clase” (Marx, Miseria de la Filosofía, pág. 257. Ed. Júcar).
¿Qué significa adquirir una conciencia de clase para sí misma? La conciencia de pertenecer a una comunidad particular de la sociedad, con sus propios intereses sociales y sus propios objetivos históricos, fruto de su condición de trabajadores asalariados; intereses y objetivos que sólo pueden lograrse con la transformación socialista de la sociedad mediante la expropiación de la propiedad de la clase capitalista, y su control y gestión planificada por el conjunto de la sociedad bajo la dirección de la clase obrera.
La conciencia de clase se adquiere a través de la experiencia, no sólo del obrero en su empresa, sino también asimilando la experiencia de los obreros de otras empresas, de su localidad, de su país e, incluso, a nivel internacional.
El proceso de formación de la conciencia de clase no se da solamente con la experiencia de los obreros en el marco de la estructura económica de la sociedad capitalista, sino también en la superestructura del sistema a través de la experiencia de los obreros en sus organizaciones (sindicatos, partidos), en las instituciones políticas burguesas (ayuntamientos, parlamentos, etc.); y, particularmente, con las grandes conmociones políticas y sociales: la represión del Estado burgués, las guerras, estallidos sociales, etc.
La propia experiencia histórica de la clase obrera de un país, sus tradiciones, y la calidad de la dirección de las organizaciones obreras son también factores que pueden estimular el proceso de toma de conciencia de los trabajadores o, según el caso, entorpecerlo y retrasarlo.
Debido a todos estos factores los procesos revolucionarios resultan ser hechos muy excepcionales en la sociedad, pero como ocurre con otros hechos naturales de la fisiología animal, o de la geología terrestre (terremotos), no por infrecuentes son inevitables, y así lo atestigua la historia del capitalismo en los últimos 150 años.
Es por todas estas razones que en una época normal del capitalismo la conciencia “media” de la clase obrera no pase de la lucha cotidiana por mejoras económicas en sus condiciones de vida y de trabajo, o la defensa de las mismas.
A pesar de lo que creen algunos ultraizquierdistas –que piensan que los trabajadores deben ir a las empresas a hacer huelgas, y sólo trabajar de vez en cuando–, la realidad es que los trabajadores van a su empresa a trabajar y, cuando no tienen más remedio y han agotado toda otra vía para que se atiendan sus demandas, es cuando hacen huelgas. Contra lo que pueda parecer, las huelgas son fenómenos anormales, excepcionales, en la vida normal de un obrero.
Siempre ha sucedido que sea una minoría de la clase obrera quien se eleve hasta una conciencia socialista en esas épocas normales del capitalismo. Esto ocurre en estos momentos igual que ocurría hace 85 ó 90 años, lo que no impidió que todos estos períodos fueran cortados bruscamente por épocas revolucionarias que hicieron tambalear y peligrar la continuidad del sistema capitalista. Cortes bruscos que comprendían un intervalo de pocos años, meses, o incluso días, y donde millones de trabajadores, antes apáticos y apartados de la lucha política, tomaban conciencia de sus tareas históricas y se lanzaban a la lucha consciente por transformar la sociedad.
Así tuvimos, por hablar sólo de Europa, los movimientos revolucionarios de 1917 a 1923, los años treinta o los setenta, por citar algunos. Por qué fracasaron todos ellos no es materia de este artículo, pero en todo caso no se debió a la falta de una conciencia de clase y socialista de los trabajadores o a su insuficiente combatividad, sino más bien por la ausencia de una dirección auténticamente revolucionaria en las organizaciones obreras, que estuviera a la altura de sus tareas históricas, o por la traición consciente de esa misma dirección.

 

Cómo surge la conciencia y la oposición obrero-capitalista

 

El proceso de toma de conciencia de los obreros, es decir la comprensión de los intereses opuestos que existen entre ellos y el capitalista, comienza en el puesto de trabajo. Mientras que el artesano, al ser propietario de sus herramientas y del producto final de su trabajo, sí tiene un interés directo en el proceso de producción, el obrero, en cambio, no tiene ningún interés personal en el mismo, al no pertenecerle el producto final de su trabajo, la mercancía producida para la venta. El trabajo asalariado aparece ante el obrero como una condición impuesta, como la única manera de obtener sus medios de vida.
 En sus Manuscritos económicos-filosóficos (1844), Marx analiza detalladamente el proceso de enajenación (o alienación) que sufre el obrero en la fábrica: “¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es ‘externo’ al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, ‘trabajo forzado’ (...) En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro” (Marx, Manuscritos económico-filosóficos, págs. 108-109, Ed. Alianza Editorial).
Seguidamente, hace aparecer la oposición obrero-capitalista: “Si él, pues, se relaciona con el producto de su trabajo, con su trabajo objetivado [la mercancía producida], como con un objeto poderoso, independiente de él, hostil, extraño, se está relacionando con él de forma que otro hombre independiente de él, poderoso, hostil, extraño a él, es el dueño de este objeto. Si él se relaciona con su actividad como con una actividad no libre, se está relacionando con ella como con la actividad al servicio de otro, bajo las órdenes, la compulsión y el yugo de otro” (Marx, Manuscritos económico-filosóficos, pág. 109, Ed. Alianza Editorial).
Finalmente, Marx revela cómo surge la identidad de intereses de clase, independientemente del oficio: “En la relación del trabajo enajenado, cada hombre considera, pues, a los demás según la medida y la relación en la que él se encuentra consigo mismo en cuanto trabajador” (Marx, Manuscritos económico-filosóficos, pág. 113, Ed. Alianza Editorial).
Conforme más se desarrolla la técnica en la producción capitalista y se perfeccionan las máquinas y los instrumentos de trabajo, menos especializada se hace la labor del obrero, más se descualifica su trabajo, menos importancia tienen sus facultades individuales, y por lo tanto más rutinario, aburrido y despojado de interés resulta, apareciendo el trabajador como un mero apéndice de la máquina, lo que acentúa su enajenación del trabajo. Este carácter del trabajo, desprovisto de creatividad, estimula la reflexión del obrero sobre sus condiciones de vida y trabajo, le ayuda a generalizar su experiencia al comprobar la identidad de intereses que existen entre él y sus compañeros de trabajo, acrecienta su malestar e insatisfacción, y le permite tomar conciencia de su situación de explotación y opresión. Las propias condiciones de trabajo crean así, necesariamente, las premisas para el proceso de toma de conciencia de los trabajadores.
Todas estas consideraciones se aplican a todos los sectores y capas que forman la clase obrera, independientemente de que las condiciones particulares de trabajo hagan avanzar más rápidamente en su conciencia a determinadas capas antes que a otras.

 

La clase obrera industrial

 

Los profesores vulgares de la Universidad creen haber hecho un gran daño en el arsenal teórico del marxismo, al pretender demostrar “irrefutablemente” la imposibilidad de la revolución socialista cuando niegan la capacidad de la clase obrera de adquirir una conciencia revolucionaria por el peso cada vez menor que, según ellos, tienen la industria y el número de obreros industriales en la economía capitalista. Para estos teóricos, el trabajo industrial, en sí y por sí mismo, parece ejercer algún tipo de embrujo o efecto magnético especial sobre la conciencia de los obreros industriales que los convierte, a ellos y sólo a ellos, en temibles revolucionarios. De ahí su insistencia en afirmar de manera arbritaria y científica la decadencia de la industria en la economía capitalista para sentenciar la imposibilidad del desarrollo de la conciencia revolucionaria en el conjunto de la clase obrera o, en todo caso,  su existencia se reduciría a ser el sueño utópico de un estamento condenado a desaparecer o a vivir en la marginalidad de la sociedad capitalista.
Ya hemos explicado en el apartado anterior la falsedad y la simplificación de este análisis sobre el papel de la industria en la economía capitalista. A pesar de todas las reconversiones industriales habidas en los países capitalistas más desarrollados, el número de obreros industriales es mayor que hace 60 ó 70 años, cuando la revolución estaba a la orden del día en toda Europa. Sólo nos basta repetir que son las condiciones de vida y trabajo de los obreros asalariados, las que crean las premisas para que surja la conciencia de clase, independientemente del sector donde se trabaje.
Dicho esto, los obreros industriales, en cuanto al desarrollo de la conciencia de clase, siempre han constituido la vanguardia de los trabajadores asalariados, ya que el trabajo en la industria crea las condiciones más propicias para que este desarrollo de la conciencia se dé de una manera más profunda.
¿Cuáles son estas condiciones? En primer lugar, la concentración de trabajadores necesarios para producir mercancías en masa es mucho mayor que en cualquier otro tipo de empresa. De ahí que, a mayor número, el sentimiento de fuerza y de poder en la empresa, como se pone de manifiesto en cada huelga, tiene los efectos más profundos en su conciencia. En segundo lugar, el desarrollo del maquinismo es mayor que en cualquier otro sector y la sensación del trabajador de sentirse un simple apéndice más de la máquina con la que trabaja se manifiesta más claramente, quitándole a su trabajo todo atractivo. Prácticamente, la cualificación de los trabajadores industriales es la misma entre ellos en cada línea de producción de la empresa, y muchas de las categorías que existen son creadas artificialmente, o han perdido su significación original, pero son mantenidas para dividir a los obreros o para estimularles y aumentar así la productividad de su trabajo. En tercer lugar, los obreros industriales (particularmente los metalúrgicos) suelen ser, dentro de la clase obrera, los que se encuentran mejor pagados, están entre los más cultos y los que tienen mayores inquietudes, fruto de mejores condiciones conquistadas con años de lucha. De ahí el sentimiento de confianza y de orgullo de su condición obrera. Por último, la ausencia de cualquier tipo de contacto personal con el patrón en una gran o mediana industria, hace ver a los obreros de fábrica más fácilmente que a otros que todo el funcionamiento de la empresa es obra suya, que para que todo funcione son ellos los únicos necesarios, estando más arraigado por tanto el sentimiento común de explotación. La ausencia de contacto personal con el patrón impide, por lo demás, la creación de lazos de paternalismo tan comunes en la pequeña empresa, donde a veces, hasta el patrón “echa una mano” en algunas tareas.
Obviamente, cuanto más grande sea la empresa, cuanto más concentrados estén los trabajadores en un mismo lugar de trabajo, más fácil y rápidamente se desarrollará su conciencia de clase.
León Trotsky, en su libro sobre la Revolución Rusa de 1905 analiza el papel del proletariado y su fuerza social: “La importancia del proletariado se deriva principalmente de su papel en la gran producción (...) Su poder social resulta del hecho de que los medios de producción, encontrándose en manos de la burguesía, sólo pueden ser puestos en movimiento por él, por el proletariado... De ello resulta que la importancia del proletariado –en igualdad de circunstancias en cuanto a fuerza numérica– es tanto más grande cuanto mayor es la masa de fuerzas productivas que pone en movimiento: el proletariado de una gran fábrica –en igualdad de circunstancias– tiene una importancia social mayor que un artesano, y un proletario urbano, mayor que un proletario del campo. En otras palabras: el papel político del proletariado es tanto más importante cuanto más domina la gran producción sobre la pequeña, la industria sobre la agricultura y la ciudad sobre el campo” (León Trotsky: 1905. Resultados y Perspectivas, Vol. II, ‘Las condiciones previas del socialismo’, pág. 198. Ed. Ruedo Ibérico).
A diferencia de los sectores periféricos de la clase obrera, los obreros industriales soportan la columna vertebral del sistema económico capitalista. Sin el funcionamiento diario de la industria y los transportes, la sociedad capitalista no duraría ni una semana. La clase obrera industrial es la fuerza más poderosa que existe en la sociedad capitalista, independientemente de que sean tres o diez millones en un país determinado. Su peso específico en la sociedad y la economía es muy superior a su peso numérico. Y este sentimiento de poder y de fuerza se pone de manifiesto en cada huelga importante.
La Revolución Rusa confirma brillantemente este análisis. La clase obrera rusa estaba formada sólo por diez millones de trabajadores de una población de 150 millones. Los obreros industriales eran unos cuatro millones. Pero, como explica Trotsky, su fuerza y su peso específico social en la economía capitalista rusa centuplicaba su número, convirtiéndolos en la fuerza de combate de vanguardia que arrastraba a la lucha revolucionaria no sólo a los sectores de trabajadores más atrasados, sino al resto de capas oprimidas de la sociedad. Y si esto era verdad para la Rusia de 1917, es mil veces más verdad para cualquier país capitalista desarrollado hoy en día.
Aun cuando en una determinada rama industrial disminuya en números absolutos el número de obreros, su fuerza y poder se mantienen intactos, pues sigue descansando en ellos y sólo en ellos la capacidad para hacer funcionar la producción en dicha rama. Más aún, el poder y la fuerza de cada obrero particular aumenta, al producirse en la fábrica una cantidad igual o mayor de mercancías con menos trabajadores.
Teniendo esto en cuenta, no pueden resultarnos más ridículos todos los lugares comunes y los lloriqueos lamentables sobre la debilidad de los obreros industriales y todas estas frases por el estilo. Incluso en las épocas normales, hemos visto cómo la lucha decidida de los obreros de una sola fábrica o factoría han puesto en pie a toda una comarca o región. Las luchas de los mineros asturianos son de las más elocuentes, pero hay más. En los astilleros de Cádiz, hasta la última reconversión, trabajaban algo menos de mil trabajadores. Pero asistimos a manifestaciones en Cádiz capital de ¡100.000 personas! Es decir, cada uno de los obreros de astilleros era capaz de multiplicar su fuerza por cien en esta lucha. Los luchas de Santana Motor en Linares, de Carrier en Guadalajara, de Daewoo en Vitoria y otras, dan una medida exacta del impacto que las luchas de los obreros industriales tienen en la sociedad y su capacidad para arrastrar al conjunto de la clase obrera y a los sectores más cercanos de las clases medias, haciendo honor a su papel de vanguardia, al agrupar a los sectores más conscientes y avanzados de la clase trabajadora. No es difícil imaginarse, entonces, la fuerza que sería capaz de desplegar la clase obrera industrial en una situación revolucionaria.

 

La clase obrera en su conjunto

 

Los capitalistas y sus plumíferos han construido todo un mito sobre la naturaleza de la clase obrera, volviendo del revés los auténticos procesos que se dan en la sociedad capitalista.
Así, machacan una y otra vez la idea falsa de que la clase obrera se ha debilitado, que la composición de los trabajadores se ha hecho más compleja que hace 30 años, y que los intereses de las diferentes capas de asalariados, lejos de converger, divergen en direcciones diferentes.
Esta gente identifica de manera arbritaria e interesada clase obrera con clase obrera industrial, sin comprender que, lejos de debilitarse, la clase obrera se ha fortalecido enormemente, atrayendo a sectores que hace décadas no se encontraban entre los trabajadores asalariados o, simplemente, no existían.
Aunque el trabajo asalariado y la producción de mercancías se han dado en todas las sociedades humanas desde el sistema esclavista, antes del capitalismo sólo tenían un carácter marginal, secundario y complementario a los métodos de trabajo y de producción en que se basaban dichas sociedades. Sólo con el sistema capitalista, el sistema de trabajo asalariado y la producción de mercancías a gran escala se establecen como sistemas de trabajo y de producción dominantes, barriendo a los que existían antes y que tenían como base al pequeño productor aislado.
En todo caso, el sistema de trabajo asalariado tal y como lo conocemos y, por lo tanto, la clase obrera, apareció por primera vez en sólo dos sectores de la incipiente economía capitalista: la industria textil y la minería. Paulatinamente comenzó a crecer en otros sectores, conforme la economía capitalista absorbía y se extendía a otras ramas de la producción artesanal y agrícola. La industria metalúrgica y la siderurgia sólo se desarrollan con la introducción del ferrocarril, el cual crea además una nueva clase de obreros ferroviarios. Toda nueva invención en la economía capitalista, provoca una nueva división del trabajo que da lugar al nacimiento de nuevos sectores productivos y nuevos destacamentos de trabajadores asalariados. El automóvil, la electricidad, los hidrocarburos, el plástico y las tecnologías de la información han creado nuevas ramas industriales y han dado nacimiento a una nueva hornada de obreros. Cada época del capitalismo crea su nueva economía y una nueva división del trabajo.
Sectores que pertenecían originariamente a las clases medias, al artesanado o a la economía familiar, no pueden resistirse a las tendencias que impone el desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, y se ven obligados a encuadrarse en el sistema de trabajo asalariado: la enseñanza, bares y restaurantes, los grandes hospitales con su legión de celadores, personal de mantenimiento (electricistas, fontaneros, etc), auxiliares de clínica, ATSs, incluso médicos de la sanidad pública; la ferretería, la carpintería, la alimentación..., y así podríamos continuar hasta el infinito.
Ya hemos explicado que en todos estos sectores, son las propias condiciones de trabajo las que, necesariamente, crean las premisas para que se desarrolle la conciencia de clase. Esto se demuestra, además, en la propia organización de los trabajadores. Son los grandes sindicatos de clase, en todos los países, quienes encuadran a la inmensa mayoría de los trabajadores, a pesar de la disparidad de oficios y de condiciones de trabajo. En concreto, en el Estado español, UGT y CCOO suman entorno al 80% de la representatividad de los trabajadores en las empresas, mientras que los sindicatos “corporativos” o “independientes”, que carecen de contenido de clase, sólo han arraigado en sectores muy determinados y minoritarios (funcionarios, sectores de la sanidad, maquinistas de tren, pilotos de líneas aéreas) y esto debido, en algunos casos, a la nefasta actuación de las direcciones de los sindicatos obreros.
Los métodos de lucha son los mismos en todos los sectores de la clase obrera, y se caracterizan por ser acciones de masas: huelgas, manifestaciones, ocupaciones de los centros de trabajo, etc. La influencia y la fuerza aplastante de la clase obrera en la sociedad capitalista se demuestra en que sectores no pertenecientes a ella, tienden a adoptar similares métodos de lucha: los estudiantes, los pequeños propietarios agrícolas, del transporte y del comercio, etc., denominando a sus acciones con una palabra de inequívoco sabor proletario: huelga.
Uno de los argumentos favoritos y novedosos de los detractores del marxismo que, curiosamente, ha encontrado un eco mayor entre algunos sectores de la izquierda, es que la ofensiva del capitalismo contra las condiciones de vida y trabajo de amplios sectores de trabajadores, particularmente entre la juventud trabajadora, con el empleo precario, temporal y a tiempo parcial, la pérdida de derechos sindicales, etc., es un obstáculo objetivo para que puedan desarrollar una conciencia de clase como la de los trabajadores que trabajan en los sectores clásicos de la economía capitalista.
Este análisis, en realidad, se vuelve completamente contra ellos. El sistema capitalista sólo puede conjurar temporalmente la lucha de clases y una revolución si, en lugar de aumentar las contradicciones de clase entre obreros y capitalistas, las amortigua y suaviza. La única manera de hacerlo es creando condiciones que permitan a la clase trabajadora vivir y trabajar de una manera digna en la perspectiva de que su nivel de vida mejore continuamente, creando ilusiones y confianza en el propio sistema capitalista. Este fue el período que vimos, particularmente, después de la II Guerra Mundial.
Resulta, cuando menos incomprensible, que cuando el capitalismo, lejos de amortiguar las contradicciones sociales las exacerba empeorando las condiciones de vida y trabajo de millones de trabajadores, se pueda pensar en un relajamiento de la lucha de clases futura. Al contrario. Estas nuevas condiciones de trabajo: precariedad, sobreexplotación, incertidumbre ante lo que depara el futuro, está preparando una auténtica explosión de la lucha de clases que se pondrá de manifiesto cuando cambie el ciclo de la economía capitalista, y todos estos sectores, que están apretando los dientes en espera de un futuro mejor y que acabarán muy mal parados con la futura crisis económica capitalista, jugarán un papel determinante en las inevitables luchas que tendrán lugar.
Lo que nuestros críticos olvidan es que las condiciones sociales que ellos reclaman con nostalgia (las creadas por el famoso Estado del Bienestar) sólo tienen una historia de cuarenta o cincuenta años. ¿Cuáles eran las condiciones de vida y trabajo de las masas de la clase obrera en Europa y América en los años veinte o treinta, por no hablar de mucho antes? Se asemejan mucho a las nuevas condiciones que se están creando actualmente entre amplios sectores, fundamentalmente de la juventud. ¿Y acaso aquellas condiciones no fueron las que dieron lugar a los movimientos revolucionarios más importantes de la historia del capitalismo? ¿En qué quedamos, entonces? ¿Se están amortiguando o se están agudizando las contradicciones sociales bajo el capitalismo?
Es cierto que actualmente hay un bajo nivel de lucha sindical en casi todos los países, pero esto cambiará: “... [este bajo nivel de luchas] se puede explicar por diferentes causas. El miedo al desempleo jugó un importante papel, especialmente en los primeros años del boom que, como ya hemos señalado, fue más parecido a una recesión. La amplia introducción del trabajo a tiempo parcial y de todo tipo de ‘flexibilización laboral’ ha mantenido viva la sensación de inseguridad y ha ejercido un deprimente efecto sobre la militancia y la organización sindical hasta ahora. Por otro lado, los cambios en la fuerza de trabajo han significado una gran pérdida de empleos en la vieja industria pesada que anteriormente eran los bastiones de los sindicatos. La capa de viejos activistas sindicales ha sido duramente golpeada y está descorazonada. Miran hacia atrás y no ven sino derrotas, careciendo de la capacidad de los marxistas de tener una visión  más amplia sobre las perspectivas futuras y la comprensión de la naturaleza de la tormenta que se está acumulando. Careciendo de cualquier comprensión real de la situación, tienden a culpar a la clase obrera de sus problemas. Era justo lo que pasaba antes de Mayo del 68, que vino a ser como un rayo en un cielo despejado, en el pico más alto de un boom.
“Mientras que los activistas más veteranos están desorientados y desganados, las nuevas capas de la juventud, que están destinadas a jugar un papel clave en las luchas futuras, carecen de experiencia y aún no han encontrado su sitio. Ellos sufrirán la peor explotación a manos de los patronos y tienen una reserva inagotable de energía y de espíritu combativo. Se organizarán en el curso de las batallas venideras y estarán muy abiertos a las ideas revolucionarias” (Alan Woods y Ted Grant, El ciclo económico y la lucha de clases).

 

El marxismo y la lucha por reformas

 

Durante décadas, los reformistas dentro del movimiento obrero nos han acusado a los marxistas de despreciar la lucha por reformas en la sociedad capitalista en favor de la clase obrera.
Esto es una falsedad evidente que es lanzada conscientemente para presentar a los marxistas como lunáticos y sectarios despreocupados de los problemas cotidianos que sufren las familias trabajadoras. Los marxistas no nos diferenciamos de los reformistas porque rechacemos las reformas. Al contrario, nosotros somos los luchadores más consecuentes por las reformas, pero damos a esta lucha un contenido de clase y socialista, a diferencia de aquellos.
Hemos explicado que la sociedad capitalista se basa en la explotación de la clase obrera y del resto de clases y capas oprimidas de la sociedad a manos de la clase capitalista. Ésta sólo puede tolerar aquellas reformas que no cuestionen su dominación y sus privilegios en esta sociedad. Los marxistas utilizamos la lucha por reformas como una palanca para impulsar la lucha de clases hasta su conclusión final, para fortalecer la conciencia de clase de los trabajadores, su confianza en su fuerza y en ellos mismos. Los reformistas, en cambio, autolimitan su actividad y la de las masas trabajadoras a lo que el capitalismo puede dar de sí en cada momento, sin cuestionarlo bajo ninguna circunstancia; es decir, sin cuestionar la propiedad de los capitalistas ni sus beneficios.
Es verdad que, en una época de boom económico donde sus beneficios crecen a espuertas, los capitalistas se pueden permitir conceder algunas migajas a los trabajadores; migajas que nunca son gratuitas, y que son obtenidas a través de la lucha, trabajando duro, echando horas extras, arruinando la salud y sacrificando parte de la vida familiar.  
Pero, ¿qué ocurre cuando los negocios les van mal a los capitalistas, o éstos ya no pueden mantener ciertas reformas concedidas anteriormente a los trabajadores? En esa situación, los dirigentes reformistas en los sindicatos y partidos obreros se limitan a servir de correa de transmisión de los intereses capitalistas. Al no cuestionarse los intereses de los capitalistas se ven obligados a abandonar la lucha por reformas y a justificar la puesta en vigor de contrarreformas contra los intereses de la clase obrera. ¿No ha sido acaso ésta la realidad que hemos presenciado en los últimos años en todo el mundo, y en nuestro país en particular?
Todas las contrarreformas que han atentado contra los intereses de las familias trabajadoras en los últimos años en el Estado español, y que han sido puestas en vigor por el gobierno del PP, han contado con el apoyo explícito de los actuales dirigentes sindicales de UGT y CCOO, y sin apenas oposición por parte de la actual dirección del PSOE: el Pacto de las Pensiones de otoño de 1996, que consistió en un acuerdo para reducir las pensiones futuras; la contrarreforma laboral de 1997, que abarató  y facilitó el despido de los trabajadores de las empresas; su aceptación complaciente de las Empresas de Trabajo Temporal (ETTs), que funcionan como suministradoras de mano de obra barata y de segunda clase a las grandes empresas; su actitud condescendiente hacia la política de privatizaciones de las empresas públicas, que ha supuesto un saqueo escandaloso a la riqueza estatal para beneficiar a un puñado de capitalistas y especuladores; su mutismo hacia la progresiva privatización y descapitalización de la sanidad y la educación públicas, etc.
Todo esto ha venido acompañado, además, de una política consciente de desmovilización de los trabajadores, de aceptación de la pérdida de poder adquisitivo de las familias trabajadoras en los últimos años, dinamitando aquellas luchas que cuestionaban su política de pactos y consensos con el gobierno y la patronal. Aquí es adónde conduce la política reformista: a aceptar lo que hay, a frustar las aspiraciones de los trabajadores, a disminuir su confianza en sí mismos y en su fuerza, a debilitar su conciencia de clase. Es aquí donde hay que buscar, junto con la frustante experiencia de los últimos años de gobierno PSOE, la verdadera explicación de la desmovilización social de los últimos años en nuestro país, del bajo nivel de luchas habidas, y de que la clase obrera haya pasado a un segundo plano en el protagonismo social, y no en los supuestos cambios operados en la composición social de la misma. El hecho de que una situación similar se haya dado en todos los países de nuestro entorno, sólo prueba que la misma política y la misma ideología guía a los dirigentes reformistas en todas partes.
Para los marxistas las luchas cotidianas por reformas son imprescindibles para lanzar a la movilización al conjunto de la clase obrera, no sólo a los sectores más conscientes y avanzados de la misma, sino precisamente a los más atrasados e inertes. De esta manera, la clase trabajadora se une en la lucha y, a través de la experiencia, el conjunto de la clase eleva su nivel de conciencia. La lucha exitosa por reformas sirve para dar confianza a los trabajadores en sus propias fuerzas, para hacerles comprender que somos fuertes, que si nosotros no queremos ni se mueve una rueda ni se enciende una luz; y, al mismo tiempo todo avance en las condiciones de vida y trabajo, en nuestros barrios, en las leyes, etc., actúan favorablemente en nuestra conciencia y dignidad al hacernos sentir algo más que meras máquinas de trabajo al servicio de un patrón para elevarnos a la categoría de hombres y mujeres que piensan y actúan por sí mismos, haciéndonos comprender mejor los objetivos finales por los que luchamos.   
Lo que nos diferencia realmente a los marxistas de los reformistas es que, además, explicamos sin tapujos a la clase obrera que lo que hoy nos da el capitalismo con una mano, mañana nos lo quitará con la otra, que toda conquista es temporal cuando eventualmente cambia la correlación de fuerzas entre las clases, y que la única manera de disfrutar permanentemente de nuestros avances sociales y de mejorarlos indefinidamente es cambiando radicalmente la sociedad capitalista.
Es precisamente la experiencia acumulada en años de permanente tránsito de boom económico a crisis, y viceversa, lo que genera incertidumbre ante el futuro, lo que estimula el proceso de toma de conciencia de los trabajadores y lo que, tarde o temprano, hace disminuir en su mente las ilusiones depositadas en este sistema.
Explicamos que, además de la lucha económica o sindical por reformas, hay que luchar políticamente, en las instituciones y en la calle, hasta alcanzar la fuerza necesaria entre los trabajadores y resto de capas oprimidas para expropiar a los grandes capitalistas, y poner los colosales recursos de la sociedad bajo el control democrático de los trabajadores. Así estableceríamos las bases para organizar una auténtica y genuina sociedad socialista, libre de la opresión, miseria, guerras, y destrucción del medio ambiente.
En este sentido, no despreciamos las posiciones que se puedan alcanzar en el Parlamento y en otras instituciones, la utilización de las mismas para defender nuestro programa es de enorme utilidad para tener una mayor resonancia que nos permita agrupar a más capas de la población detrás de nuestras ideas. Pero el trabajo en las instituciones debe ser sólo un complemento útil a la lucha de masas que es la única que hará posible la transformación radical de la sociedad a la que aspiramos.
Todo joven o trabajador sabe por su propia experiencia que sólo mediante la lucha en la calle y la organización de miles y miles en los sindicatos y partidos obreros es cómo se cambian las cosas importantes. Ahí tenemos la lucha contra la dictadura, las huelgas generales como el 14-D, las manifestaciones contra la guerra en el Golfo Pérsico, las luchas estudiantiles, etc.; y esto es más cierto aún cuando se trata de transformar la sociedad desde arriba hasta abajo.
Es verdad, que pueden pasar décadas sin que las masas de la clase obrera se cuestionen el orden social existente, lo que permite a los dirigentes reformistas y a la burguesía mantener sus puntos de apoyo en una situación normal del capitalismo, basándose en la rutina y la inercia de la sociedad.
Pero igualmente la historia también demuestra que hay momentos en que la sociedad capitalista entra en crisis, bajo el peso de sus contradicciones en el terreno económico, político y social que rompen la rutina y la inercia instalada por todas partes, y entonces la mayoría de la gente comienza a cuestionarse el orden establecido abandonando las viejas creencias y prejuicios de toda la vida, buscando organizarse y luchar por cambiar la sociedad.
Es pura ilusión pensar que poco a poco, gradualmente al cabo de muchos años, se podrá conseguir una mayoría suficiente en un parlamento burgués para, a partir de ahí, poder afrontar cambios revolucionarios en la sociedad capitalista. Ni la historia ni la conciencia humana se comportan de manera gradualista. Al contrario, sólo en una situación de fermento revolucionario es posible que  una organización marxista y revolucionaria que se propone servir de instrumento para transformar la sociedad pueda obtener una mayoría suficiente en las instituciones políticas burguesas, ayudar a la clase obrera a crear paralelamente sus propios órganos de poder obrero (comités de lucha en cada fábrica y empresa, en los barrios y ciudades, etc.) y,  junto con la presión en la calle, instaurar un gobierno de la clase obrera que lleve a cabo la expropiación de los monopolios, la Banca y los latifundios para iniciar la transformación socialista de la sociedad.

 

Socialismo o barbarie

 

El marxismo tiene el mérito de haber aportado al conocimiento humano un método de análisis científico para comprender la historia y, muy particularmente, de haber elevado a un nivel consciente la lucha de la clase obrera contra la explotación capitalista.
La historia de los últimos 200 años ha conocido innumerables panaceas políticas que han tratado, cada cual a su modo, de salvar a la clase obrera sin comprender la naturaleza de la misma ni del propio sistema capitalista, al que condenan como una maldición producto del “egoísmo humano y del deseo de acumular dinero”.  Para el marxismo, en cambio, la existencia del capitalismo ha sido una etapa necesaria, e inevitable, en el largo y espinoso camino de la humanidad hacia su auténtica liberación, aún con todos sus crímenes y horrores. Sólo con un alto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y de la cultura podrá erigirse una nueva sociedad digna de ser llamada humana.
El capitalismo, utilizando los eslabones dejados por las sociedades humanas que quedaron atrás, ha creado las bases para erigir esta sociedad. Sin estas bases, que comprenden el extraordinario desarrollo alcanzado por la industria, la agricultura, los descubrimientos científicos, las comunicaciones y la cultura, la humanidad continuaría vegetando en la escasez y la mezquindad. “... Este desarrollo de las fuerzas productivas (...) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la inmundicia anterior” (Carlos Marx y Federico Engels, La ideología alemana, pág. 36. Ed. Grijalbo).
Mientras que en las sociedades anteriores al capitalismo estaba justificada la existencia de una capa minoritaria y ociosa de la población, que vivía del trabajo excedente producido por la mayoría, para que dispusiera de tiempo para hacer ciencia, tecnología, filosofía, cultivar las diversas artes, y así poder hacer avanzar la sociedad sobre las espaldas de millones de hombres y mujeres explotados y oprimidos, bajo la moderna sociedad capitalista ya no existe ninguna justificación para que esto continúe así. Al igual que ocurrió con el sistema esclavista y con el sistema feudal, el sistema capitalista, si bien ha jugado un papel tremendamente revolucionario, se ha convertido ya en un sistema agotado, caduco y obsoleto que amenaza con conducir a la humanidad hacia la barbarie, y al que es preciso sustituir por un sistema social superior, el socialismo.
El control asfixiante que ejercen a nivel mundial un puñado de grandes monopolios, multinacionales y bancos para mantener los beneficios y privilegios de unos cuantos grandes capitalistas se ha convertido en una pesadilla que afecta la vida de millones de seres humanos en todo el mundo. El 80% de la humanidad vive en condiciones de pobreza y miseria crecientes. Si entre 1960 y 1970 la población que vivía con menos de un dólar al día era de 200 millones de personas, hoy son 1.300 millones, y 2.800 millones sobreviven con 400 pesetas diarias. 800 millones padecen subalimentación crónica y cada día mueren 30.000 niños de hambre. En el polo opuesto, y según la propia ONU, poco más de 200 personas en todo el mundo tienen en conjunto los mismos ingresos que 3.000 millones de seres humanos. Entre 1960 y 1993 la parte de la riqueza de los más ricos del planeta pasaba del 70% al 85%, y la del 20% más pobre retrocedía del 2,3% al 1,4%. 100 millones de niños viven en la calle y hay más de 250 millones de niños a los que se obliga a trabajar. La perspectiva es que para el año 2000 sean 400 millones de niños los que trabajen.
La carga de la deuda de los países más pobres representa el 94% de su producción económica global, aunque en algunos casos llega al 125%. En 1980 la deuda total de los países subdesarrollados era de 600.000 millones de dólares, en 1990 era de 1,4 billones y en 1997 era de 2,7 billones de dólares. En siete años la deuda ha aumentado en ¡770.000 millones de dólares!. En este mismo período de tiempo los países subdesarrollados, han pagado 1,83 billones de dólares en concepto de pago de servicios de la deuda: por cada dólar recibido en concepto de ayuda, los países del Tercer Mundo han reembolsado once en servicio de la deuda. Y la situación no ha hecho más que empeorar hasta el día de hoy.
Los últimos veinte años se han caracterizado no sólo por la polarización de la riqueza entre los países desarrollados y los subdesarrollados (Norte y Sur), sino también por la enorme brecha abierta entre ricos y pobres.  La pobreza ya no es exclusividad del mundo subdesarrollado: en Europa hay 57 millones de pobres y en EEUU 38 millones. Entre los tres magnates de Microsoft tienen más dinero que todo el presupuesto gastado por EEUU en programas para erradicar la pobreza y la marginalidad.
Por otro lado, la aparición del paro masivo está minando las bases estables, las reservas sociales que se crearon tras la II Guerra Mundial en los países capitalistas. Según las cifras oficiales de la ONU, el paro mundial alcanza a 120 millones de personas, pero otras estimaciones independientes sitúan el paro real en cerca de 1.000 millones. Pero este paro no es paro cíclico, ni se puede definir como el ejército de reserva que en tiempos de recuperación económica es absorbido. Se trata de paro estructural, que permanece en las épocas de boom y aumentará en la próxima recesión de la economía.
En la época actual de recuperación económica, el retroceso de las condiciones laborales de la clase obrera en todo el mundo, sólo puede compararse a una auténtica contrarrevolución. En los últimos veinte años se ha dado una caída del 20% de los salarios reales de los obreros de EEUU, y sólo en el último año y medio es cuando han comenzado a aumentar algo, acompañado de un aumento del 10% de la jornada laboral. El obrero de EEUU trabaja actualmente una media de 168 horas extras al año, lo que corresponde a casi un mes de trabajo adicional al año. Mientras que a principios de los 90 un obrero estadounidense trabajaba 41 horas semanales, en 1999 lo hacía 51 horas. La precariedad laboral ha llevado a un aumento pavoroso de los accidentes y muertes laborales. Más de 14.000 trabajadores mueren cada año en accidentes laborales en EEUU y más de 1.700 en el Estado español.
Precisamente, las desregulaciones del mercado laboral, el abaratamiento del despido, la precariedad laboral, las ETTs persiguen sólo un objetivo, obtener más  plusvalía absoluta y relativa de la clase obrera, y hacer más competitiva la producción reduciendo los costes laborales y aumentando los beneficios.
El hambre insaciable por los beneficios ha llevado a un aumento creciente de la economía especulativa, a costa de la economía productiva. Si en 1970 el 90% de las transacciones internacionales estaban relacionadas con la economía productiva, en 1999 el 95% de las transacciones eran especulativas (compra-venta de divisas, apuestas para adivinar los precios futuros de las materias primas y de las divisas, compra-venta de acciones de empresas, préstamos usurarios para inversiones de alto riesgo, etc.), y todo esto sin crear un solo átomo de riqueza real. Diariamente se mueven 1,56 billones de dólares en divisas, cincuenta veces el intercambio de mercancías, equivalente al conjunto de las reservas de los bancos centrales del mundo.
El capitalismo es un sistema social condenado por la historia. Las guerras, las enfermedades que asolan países enteros, el hambre o los desastres ecológicos no sólo no disminuyen sino que aumentan año tras año. Incluso en los países capitalistas más desarrollados estamos viendo cómo desaparecen conquistas históricas de las familias trabajadoras que costaron años conseguir, instalándose por todas partes la precariedad en el empleo, largas jornadas de trabajo y una sensación de incertidumbre ante lo que nos depara el futuro.
Hace diez años, toda la burguesía mundial, sus agentes en los gobiernos capitalistas y sus plumíferos en los periódicos burgueses, anunciaban como a un mesías la llegada de un “Nuevo Orden Mundial”, que traería la paz, la prosperidad y la fraternidad universal, tras la caída del estalinismo. Hoy, diez años después, hemos podido presenciar en qué se han quedado todos esos fuegos artificiales. Tan sólo en la última década del siglo que acaba de concluir (por no remontarnos más atrás en el tiempo) hemos sido testigos de la bárbara guerra imperialista en el Golfo Pérsico y del embargo criminal contra el pueblo iraquí, que se ha cobrado la vida de un millón de niños; de la brutal devastación de Yugoslavia por el imperialismo; de la masacre de millones de personas desatada por las bandas de matones en Ruanda, Burundi, Congo, Liberia, Costa de Marfil, Angola, etc., armadas y financiadas por las diferentes multinacionales para controlar los recursos productivos de estos países africanos; de las masacres perpetradas por la burguesía indonesia en Timor oriental, y de la sangre y el horror con que la podrida camarilla gobernante en Rusia ha anegado al pueblo checheno y la burguesía sionista al pueblo palestino, por citar sólo algunas de las heroicidades que los imperialistas y sus agentes en todo el mundo han perpetrado contra millones de seres humanos, en aras de salvaguardar su civilización y su “Nuevo Orden Mundial”.

 

La clase obrera y el socialismo

 

Como hizo la burguesía en su juventud contra el feudalismo, corresponde ahora a la clase obrera dirigir la lucha contra este sistema y sus sostenedores.
La clase obrera está llamada a ser la sepulturera del sistema capitalista. Su papel en la producción capitalista y sus particulares condiciones de vida y trabajo hacen que ninguna otra clase o capa oprimida de la sociedad pueda sustituirla en esa tarea.
Las clases medias, por su heterogeneidad, modo de vida y papel en la producción, están orgánicamente incapacitadas para comprender la auténtica naturaleza del sistema capitalista. Debido a su posición en la sociedad y su trabajo aislado, no se enfrentan a un enemigo de clase directo. Todos sus males parecen provenir de la incapacidad o de la mala voluntad de los gobernantes, o de la cólera divina.
 Los obreros, en cambio, ven la fuente de sus males en su patrón, que es el que les baja el salario, el que les obliga a echar horas extras, el que les explota y el que les despide. Para defenderse necesitan de la máxima unión entre todos los compañeros de trabajo, de aquí su mentalidad solidaria, colectiva y antiindividualista. Sus propias condiciones de trabajo refuerzan esta mentalidad. Todo proceso productivo necesita, para funcionar, la implicación de todos los obreros de la empresa. Cada uno de ellos es un eslabón necesario en el proceso productivo. Esa interdependencia mutua en el proceso de trabajo refuerza dicha mentalidad colectiva.
La lucha de los trabajadores de cualquier empresa pone de manifiesto una ley muy importante de la dialéctica: el todo es mayor que la suma de las partes. La fuerza combinada de los obreros en una empresa luchando por los mismos intereses es muchísimo mayor que la presión aislada de cada uno de ellos, que es la situación en que se coloca el pequeño burgués de clase media.
El socialismo es la ideología natural de la clase obrera. Cuando la lucha de los obreros contra el patrón de su empresa llega a su punto más agudo, se producen ocupaciones de empresas o se retienen a los directivos en su interior. En esos momentos es cuando se pone de manifiesto “quién manda aquí”. La idea de expropiar al patrón y el sentimiento de que la empresa debe ser de propiedad común entre los trabajadores nace, en un momento determinado, como un desarrollo natural de su conciencia. La idea de la propiedad común nace de su condición obrera. Para que la empresa pueda seguir funcionando, no se puede dividir en trozos y repartir entre los trabajadores, sino que debe mantenerse unida trabajando todos en común.
También toda huelga general pone sobre la mesa, pero a un nivel superior, “quién manda aquí”, y la identidad de intereses de clase entre todos los sectores de la clase obrera. Más aún en una situación revolucionaria.
La propia división del trabajo en la economía capitalista, y la interrelación de todos los sectores económicos entre sí, hace extender esta misma idea para el conjunto de las fuerzas productivas. De ahí que la expropiación de toda la clase capitalista, y su control y dirección en común por toda la clase obrera, representa sólo una generalización sacada de la experiencia de los obreros con cada empresa particular.
Las propias condiciones de vida que crea el capitalismo, establecen las bases para la futura sociedad socialista. Mientras que en la vieja economía agraria cada familia tenía su casa, su pozo, sus propios medios de hacer lumbre, de alimentarse y vestirse, y sus condiciones de vida particulares, hoy las familias obreras viven en común (ciudades, barrios y edificios comunes), con un sistema de electrificación, de conducción de aguas, de telefonía, de transporte público, y de adquisición de medios de consumo, comunes. Todo esto refuerza aún más esa mentalidad antiindividualista y socialista en la conciencia de las familias obreras.
El capitalismo es un sistema mundial. La división del trabajo establecida por la economía capitalista a lo largo y ancho del planeta liga indisolublemente los países y los continentes unos con otros. Ningún país, ni siquiera los más poderosos y desarrollados pueden escapar al dominio aplastante del mercado mundial. Los Estados nacionales, igual que la propiedad privada de los medios de producción, se han convertido en obstáculos formidables que estorban el desarrollo de las fuerzas productivas. Ambos son los causantes de las crisis económicas, de las guerras y de los odios nacionales entre los diferentes pueblos. Su eliminación es la condición básica para comenzar a solucionar los problemas y las calamidades que la humanidad tiene ante sí.
La clase obrera es una clase mundial. El mismo tipo de explotación, los mismos problemas y los mismos intereses ligan a la clase obrera en todo el mundo. El internacionalismo proletario, que se ha puesto de manifiesto incontables veces en más de 150 años de explotación capitalista –con la construcción en diferentes momentos de organizaciones obreras internacionales y revolucionarias, así como en la solidaridad con la lucha contra la explotación capitalista en innumerables países–, no es una mera consigna de agitación sino la base imprescindible para unificar la lucha de la clase obrera mundial, para luchar por la transformación socialista de la sociedad en todo el planeta, pues sólo a nivel mundial se dan las condiciones para construir el socialismo.
Las grandes empresas multinacionales y los modernos medios de transporte y de comunicación unifican las fuerzas productivas y relacionan a los seres humanos de una manera nunca vista antes en la historia y permiten, por primera vez, planificar de manera armónica y democrática los recursos productivos en interés de toda la humanidad, y no de un puñado de parásitos y privilegiados como ha ocurrido hasta ahora.
Una revolución socialista triunfante en un solo país tendría efectos electrizantes en la conciencia y en las perspectivas de los trabajadores de todo el mundo, particularmente si se tratara de un país importante, y sería la antesala de la revolución socialista mundial.
Es verdad que en una época normal de la sociedad capitalista no están todas estas ideas presentes en la conciencia de la mayoría de la clase obrera. Para ello hace falta experiencia, una situación revolucionaria que rompa la rutina y la inercia de la sociedad, y un partido marxista con influencia entre las masas que ayude al conjunto de los trabajadores a sacar las últimas conclusiones de dichas experiencias revolucionarias.
La enorme contribución de Marx y Engels a la causa de la clase obrera no fue haber inventado una panacea social para acabar con la injusticia en este mundo, sino haber comprendido y sacado a la luz los intereses inconscientes que revelaba la lucha de la clase obrera contra la explotación capitalista, para hacer así consciente a la clase obrera de los objetivos históricos que se derivaban de esta lucha, los cuales sólo pueden concluir con la transformación total de las relaciones de producción capitalistas y su sustitución por unas nuevas relaciones de producción en el marco de una sociedad socialista.
Sólo con la desaparición de la propiedad privada y la planificación en común de las fuerzas productivas creadas por el ser humano, podrá avanzar la humanidad hacia su auténtica liberación, preservando las conquistas que ha atesorado durante toda su historia en el terreno de la tecnología, la ciencia, el pensamiento y la cultura, para elevarlas indefinidamente.