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El Militante.— Existe una abundante historiografía, desde ángulos opuestos y contradictorios, sobre la intervención de la Comintern y la URSS en la revolución y la guerra civil y la actuación política y militar del Partido Comunista. ¿Cuál  es la aportación fundamental de Los años decisivos?

Juan Ignacio Ramos.— Como ya hemos explicado en otras ocasiones, la intención del conjunto de la obra es exponer desde el punto de vista del marxismo revolucionario, del materialismo histórico, un análisis de clase de la revolución socialista y la guerra civil, que como todo intento de transformación social profunda y radical, puso a prueba a todas las organizaciones del movimiento obrero, sus ideas, sus tácticas y estrategias. En este sentido, dedicar un volumen al Partido Comunista, a su evolución política desde los años de formación (1919-1922), su difícil existencia bajo la dictadura de Primo de Rivera, su marginalidad política durante el ascenso de la lucha de masas que desembocó en la proclamación de la Segunda República, para entrar de lleno en el papel decisivo que jugó en los años de revolución social y lucha armada contra el fascismo (1936-1939), era una obligación. No se puede entender la derrota de la revolución española —a pesar de contar con una potencia y posibilidades de éxito inmejorables— sin entrar a fondo en la política que el estalinismo llevó a cabo en todos los frentes y que determinó completamente la acción del PCE en los momentos cruciales.

Tras el golpe militar del 18 de julio, el Estado burgués se desmoronó en la zona republicana y fue sustituido por los obreros en armas, que organizaron a través de los comités de fábrica, las colectivizaciones industriales y agrarias, las patrullas de control, los tribunales revolucionarios y las Milicias, su propio poder. El impacto internacional de la revolución fue formidable. En Francia se había atravesado una situación prerrevolucionaria en la primavera del 36 con las grandes huelgas y ocupaciones de empresas, bajo el gobierno de Frente Popular, y la oleada de simpatía era masiva entre los obreros, los sindicatos, y muy importante, en las filas del PCF. Lo mismo se podía decir del resto de los Partidos Comunistas que integraban la Comintern. El pensamiento de los obreros comunistas era claro: ¡No podía ocurrir lo mismo que en Alemania en 1933! Esta presión tremenda en las filas de la militancia comunista, fue lo que obligó a Stalin a modificar sus planes iniciales.
Stalin había firmado el Pacto de No Intervención, propiciado por las potencias imperialistas para impedir el triunfo la revolución española. Los acuerdos militares de Stalin con Francia, e indirectamente con Gran Bretaña, habían llevado a proclamar la política frente populista en el VII Congreso de la Comintern celebrado en el verano de 1935. De esta manera, se supeditaba la lucha contra el fascismo y la defensa de la URSS a la colaboración con las potencias “democráticas”, y eso incluía abortar cualquier revolución que se pusiera en marcha. Pero la presión en la base comunista se hizo insostenible, y la dirección de la Comintern, después de la aprobación de Stalin, tuvo que dar un giro: formar las Brigadas Internacionales e iniciar la ayuda militar a la España republicana. En ambos casos ese apoyo estaba condicionado a que el gobierno republicano aceptara la estrategia impuesta por la Comintern, que pasaba, obviamente, por levantar un muro de contención contra las realizaciones revolucionarias, para después anularlas y suprimirlas.
Son muchas las cuestiones que abordamos en el libro de manera detallada: la posición de la Comintern en los primeros compases de la guerra y la revolución; el PCE en el gobierno de Largo Caballero y su actitud frente al poder obrero, las colectivizaciones, los comités; el papel del Partido en la formación del Ejército Popular Republicano (EPR) y el debate sobre la centralización de las milicias; los asesores soviéticos; la lucha contra el ala izquierda y la campaña contra los “trotskofascistas”; la liquidación del POUM y el gobierno de Juan Negrín; el giro patriótico que imprimió el PCE a la lucha armada en los últimos meses de la guerra; el golpe de Estado de Casado y el final de la guerra… Por supuesto también entramos al debate sobre la composición social del PCE y analizamos la llegada de un aluvión de elementos provenientes de la pequeña burguesía, tenderos, pequeños y medianos propietarios agrícolas e industriales, militares profesionales, en definitiva, fuerzas sociales contrarias a la revolución y que sintonizaban perfectamente con la política frente populista y sus consignas de defensa de la propiedad y la libertad de comercio.
EM.— Entre muchos militantes comunistas, los que siguen manteniendo viva la llama de la lucha por la transformación social, el papel del Partido en aquellos años sigue siendo una referencia tremenda. ¿Cómo conciliar la crítica del estalinismo sin renunciar al ejemplo heroico de la militancia del PCE que combatió al fascismo?
JIR.— El PCE, igual que numerosos Partidos Comunistas en los años treinta, agrupaba a sectores muy importantes de la vanguardia revolucionaria, trabajadores conscientes que luchaban por cambiar la sociedad de raíz. La inmensa autoridad de la revolución bolchevique y de la URSS proporcionó a la burocracia estalinista un apoyo entre cientos de miles de militantes abnegados. Stalin se arropaba con la bandera de Octubre y, en el momento en que el ascenso del fascismo en Italia, Alemania y el conjunto de Europa convertía la perspectiva de una nueva guerra mundial en una posibilidad muy real, los crímenes de la burocracia, las grandes purgas, la política de pactos con la burguesía imperialista (Gran Bretaña y Francia) primero, con la Alemania nazi después (pacto Molotov-Ribentropp en agosto de 1939), quedaron ocultos para esa militancia, a la que obviamente se le escondía conscientemente la verdad.
En el caso de la revolución española, los militantes del PCE, especialmente los que se habían integrado en el partido en los años inmediatamente posteriores a abril de 1931, que vivieron y protagonizaron la insurrección de octubre de 1934, que provenían de las filas de la izquierda socialista o se sumaron a la Juventud Socialista Unificada (JSU) tras su constitución en abril de 1936; los que llegaron al partido desde los campos y las fábricas para empuñar las armas en el Quinto Regimiento y en la defensa heroica de Madrid y que conformaron una parte esencial del EPR… esta capa de militantes pensaba de manera sincera que la política de los dirigentes del PCE y la Internacional Comunista, con sus soflamas en defensa de la democracia burguesa (“república democrática”), de ganar primero la guerra y después ya se haría la revolución, formaban parte de una táctica que desembocaría irremediablemente en el triunfo del socialismo. Jamás podían imaginar que, en realidad, lo que Stalin y su política estaban asfaltando era una cruel derrota de la clase trabajadora.
De alguna manera este proceso se repitió en la segunda mitad de los años setenta. Miles de militantes del PCE, leales a la causa del socialismo, también creyeron a Carrillo, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Ramón Tamames, Pilar Bravo, y podría citar decenas más, cuando hablaban y defendían enérgicamente el eurocomunismo, la reconciliación nacional, los pactos de la Moncloa, los gobiernos de concentración nacional. Pensaban que este tipo de maniobras, repliegues parciales y concesiones eran necesarios para acumular las fuerzas que hicieran posible el socialismo. Incluso se aceptó la directiva del Comité Central del Partido de colocar la bandera rojigualda y los retratos de Juan Carlos I y de Sofía en los locales. Obviamente muchos militantes pronto se dieron cuenta que la posición de la dirección del PCE en los años setenta, un remedo de la política frente populista de los años treinta, era la antítesis de una estrategia comunista, y que sólo servía para afianzar a la burguesía del posfranquismo, mantener el aparato del Estado sin depurar, y malograr la movilización de masas de la clase obrera y la juventud, que tantos muertos costó en la calle a manos de la represión policial y de las bandas fascistas, y que fue la clave para conquistar los derechos democráticos y sociales que hoy nos quiere arrebatar el PP.
Esta política llevó al Partido Comunista a la crisis más grande de su historia y a la posibilidad de su práctica extinción. Decenas de cuadros y dirigentes, valedores en el pasado de las posiciones estalinistas más duras, se pasaron con armas y bagajes a la socialdemocracia. Para miles de militantes, la política del Partido en la Transición fue un golpe tremendo. Y a este golpe se sumó el colapso del estalinismo, la caída de la URSS y los países del este de Europa, el reestablecimiento del capitalismo en la tierra de la revolución bolchevique, y posteriormente también en China. Miles de militantes tuvieron que sufrir la mayor decepción de sus vidas, y observar como muchos jefes estalinistas, los mismos que aseguraban el triunfo definitivo del socialismo en la URSS y en las Repúblicas del Este, se convertían en parte de la nueva burguesía, de los nuevos ricos que saqueaban la propiedad estatal y llegaban a acuerdos con el imperialismo.
La historia de la revolución española ha estado muy mediatizada, para la militancia comunista, por las consecuencias terribles de la dictadura franquista. Este hecho innegable no debe ocultar las consecuencias nefastas que las políticas de la dirección del PCE —del estalinismo para ser más exactos pues el PCE no hacía más que aplicar la doctrina, las tácticas y la estrategia diseñada por Stalin y la dirección de la Internacional Comunista— tuvieron en el desarrollo y la derrota de la revolución.
EM.— ¿Qué vigencia tiene la revolución española en la actualidad?
JIR.— Como decimos en la introducción del libro y al final del mismo, no hemos pretendido hacer un texto académico sino de combate. Es un libro que defiende la necesidad, hoy, aquí y ahora, de la militancia revolucionaria, de la lucha por construir un partido marxista de masas capaz de dotar al movimiento obrero de una dirección a la altura de las circunstancias históricas. En mi opinión, la revolución española de los años treinta encierra grandes lecciones para el momento actual. Hoy como ayer, la disyuntiva es concreta: revolución socialista o barbarie.

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