La captura y asesinato de Muamar el Gadafi marca un punto de inflexión en el desarrollo de los acontecimientos en Libia y plantea varios interrogantes. ¿Quién y por qué decidió eliminar al dirigente libio, que fue detenido con vida y ejecutado antes de ser juzgado? ¿Cuál era el carácter del régimen gadafista y por qué se insurreccionaron contra él las masas? ¿Qué intereses de clase representa el nuevo gobierno libio y cuáles son las perspectivas tras el fin de la era Gadafi para Libia?
En diferentes artículos —empezando por los análisis que la CMR elaboró en pleno desarrollo de la insurrección en Bengasi y otras ciudades libias, y continuando con los escritos durante los últimos meses contra la criminal intervención imperialista y analizando el desarrollo de la guerra civil— hemos respondido a varias de estas preguntas. Sin embargo, para los revolucionarios es preciso volver una y otra vez sobre estos análisis para comprender que está pasando realmente en el país africano y combatir los “argumentos” que tanto desde los medios de comunicación burgueses como desde determinados sectores reformistas y oportunistas (o sectarios) de la izquierda se están planteando.

 

Crónica de una muerte anunciada

 

La ejecución de Gadafi ha sido la crónica de una muerte anunciada. Había demasiada gente interesada en que el hombre que gobernó Libia durante los últimos 40 años desapareciese de escena del modo más rápido y haciendo el menor ruido posible.
Varios de los dirigentes del Consejo Nacional de Transición (CNT), base del nuevo gobierno libio, fueron estrechos colaboradores de Gadafi durante años. Hasta el mismo momento de la insurrección de las masas en Bengasi y otras ciudades, en febrero de este año, estaban implicados en todas y cada una de las políticas que ahora dicen rechazar. Viendo amenazados su influencia y privilegios por la insurrección en marcha, estos “líderes” vendieron sus servicios al imperialismo a cambio de seguir ocupando un lugar prominente en la estructura de poder de Libia.
El hombre fuerte del Consejo Nacional de Transición, Mustafá Abdelyalil, era ministro de Justicia con Gadafi. Mahmoud Jibril , otro connotado representante del CNT, fue ministro de Desarrollo. Choukri Ghanem, el cual —según un medio de comunicación completamente favorable a la intervención imperialista como la revista escuálida venezolana Zeta— “está siendo aupado desde el exterior para configurarse como un político de peso” en la nueva Libia, fue ministro de Petróleo. Ghanem pertenecía además al círculo de confianza de Seif-el-islam, el hijo de Gadafi que hasta la insurrección de febrero mantenía relaciones más estrechas con los capitalistas occidentales.
Como también hemos explicado en detalle en anteriores artículos, durante los últimos años la mayoría de mandatarios burgueses europeos habían desarrollado jugosos negocios y estrechos lazos personales y políticos con el derrocado líder libio, buscando el petróleo del país africano y la colaboración de aquel en la lucha contra Al Qaeda o contra la inmigración “ilegal” hacia Europa.
Es sabido que Berlusconi compartía negocios con Gadafi y que la empresa estatal libia controlada por la familia de éste mantenía importantes inversiones en Italia. El propio hijo de Gadafi anteriormente mencionado, Seif-el-Islam, explicó ante las cámaras —cuando acusó de traidor a Sarkozy— cómo la familia Gadafi había contribuido a financiar la campaña electoral del derechista presidente francés. Otros amigos de Gadafi poco interesados ahora en que se recuerden sus lazos con él son los inefables Tony Blair o José María Aznar. Este último todavía se permitió en plena intervención militar de la OTAN referirse a Gadafi como un “amigo excéntrico” y pidió un esfuerzo para recuperar las buenas relaciones con el coronel. En este distinguido club tuvo también una participación destacada el monarca español Juan Carlos I.
Un Gadafi sin nada que perder y sometido a juicio era un cabo suelto que podía poner en evidencia a muchos de estos criminales imperialistas y desvelar no pocos secretos inconvenientes, rompiendo el velo de hipocresía con el que la clase dominante intenta ocultar su verdadero carácter y actividades. Lo mismo se puede decir de los dirigentes del CNT, muchos de los cuáles hasta el mismo día de la insurrección eran responsables de todo tipo de pequeñas y grandes corruptelas, así como de brutales actos de represión contra las masas, que Gadafi podía destapar.
Como decíamos al inicio de este artículo, la ejecución de Gadafi marca un antes y un después en la historia de Libia. Para entender que está pasando en el país africano y trazar las perspectivas políticas para el mismo es necesario analizar primero el carácter que tenía el régimen de Gadafi, las causas del levantamiento de las masas contra él, así como el carácter del Consejo Nacional de Transición (CNT) y de los dirigentes del nuevo gobierno libio.

 

Los orígenes políticos de Gadafi

 

¿Quién fue Muammar el Gadafi? ¿Por qué el hombre que encabezó el golpe de 1969 contra la monarquía y logró un apoyo generalizado entre las masas con un discurso y algunas medidas nacionalistas, antiimperialistas e incluso revolucionarias pudo terminar —tras 40 años en el poder— enfrentado a una insurrección de masas y siendo violentamente derrocado?
Gadafi nació en la ciudad de Sirte en 1942, en una familia humilde. Con sólo 20 años se unió a la clandestina y nacionalista Unión de Oficiales Libres, que desde 1964 había creado un grupo de oficiales medios del ejército libio. En 1969, con sólo 26 años, el coronel Gadafi encabeza el golpe de Estado que derriba al rey Idris, agente de las potencias imperialistas occidentales. Este golpe tomaba como punto de referencia el que en 1952 habían llevado a cabo el Grupo de Oficiales Libres en Egipto.
Para comprender la evolución política de Gadafi desde entonces es importante detenerse en el proceso de revolución y contrarrevolución que vivió todo el mundo árabe durante esos años. Tras los procesos de independencia política desarrollados en la mayoría de países árabes luego de la segunda guerra mundial, y el desastre que supuso para los pueblos árabes la guerra de 1948 contra Israel, entre amplios sectores de las sociedades de la región se vivía un ambiente de radicalización, giro a la izquierda y cuestionamiento generalizado a los gobiernos proimperialistas y monarquías reaccionarias gobernantes, responsables inmediatos del citado desastre.
Hartos de la corrupción, represión contra sus propios pueblos y acuerdos con los imperialistas de la burguesía y los latifundistas, sectores medios del ejército, de la burocracia estatal y de la intelectualidad, deciden apoyarse en el pueblo y enfrentarse a esos gobiernos planteando un programa nacionalista y en algunos casos proponiendo incluso un discurso y algunas medidas socialistas (nacionalizaciones, etc.) que buscan resolver muchos de los problemas que sufrían las masas.
La punta de lanza de este proceso será la revolución egipcia dirigida por Gamal Abdel Nasser. En 1952 el Grupo de Oficiales Libres, toma el poder en El Cairo y proclama un gobierno nacionalista y revolucionario. Dentro del propio movimiento hay una lucha entre los sectores más moderados y más radicales y se imponen los segundos, liderados por Nasser. Tras el intento del imperialismo británico, francés y estadounidense de asfixiar económicamente al gobierno nasserista éste acomete la nacionalización del canal de Suez y apoyándose en la movilización de las masas, a las cuales llegó a repartir armas y organizar en milicias, logra derrotar la intervención imperialista franco-británica.
La causa fundamental de esta victoria fue la enorme simpatía que la revolución egipcia despertaba entre las masas en todo el mundo y en particular en el mundo árabe. El intento de los imperialistas británicos y franceses de aplastar la revolución egipcia fue contestado con movilizaciones e insurrecciones de masas en toda la región. Hasta el gobierno de Arabia Saudí se vio obligado, ante la presión desde abajo, a amenazar con cortar el suministro de petróleo a los imperialistas. La burocracia estalinista de la URSS también tuvo que apoyar pública e incondicionalmente a Nasser, e incluso el gobierno estadounidense, por sus propios intereses y presionado por la opinión pública, hubo de desmarcarse de Francia y Gran Bretaña. La victoria de la clase obrera y el pueblo egipcios frente al imperialismo radicalizó hacia la izquierda la revolución en el propio Egipto y creó una ola de simpatía internacional, animando la lucha revolucionaria en todos los países vecinos.
Este es un ejemplo más de algo que hemos repetido los marxistas de la CMR. La mejor garantía contra la intervención imperialista, en realidad la única, es la movilización revolucionaria de las masas. El que estas se mantengan en efervescencia, movilizadas y organizadas, con confianza en sí mismas y fe en que la revolución suponga un cambio radical en sus vidas. La defensa masiva de la revolución egipcia, como las victorias en Venezuela contra el imperialismo en abril y diciembre de 2002, agosto de 2004, diciembre de 2006, reflejan esa etapa ascendente de la revolución en la que las masas sienten que están avanzando.
Pero para que éste ambiente siga manteniéndose resulta imprescindible que, más pronto que tarde, la revolución complete sus tareas; que las masas sientan que de verdad son dueñas del poder, dirigen el gobierno y el Estado y éste empieza a resolver de manera concluyente sus problemas. De lo contrario, si la revolución se queda a medias, sectores crecientes del pueblo pueden empezar a perder su confianza en los dirigentes que las llamaron a la lucha. En una situación semejante, los sectores contrarrevolucionarios, reformistas y burocráticos —que tienden a desarrollarse en todas las revoluciones—, así como los propios burgueses locales e imperialistas, encontrarán condiciones más favorables para recuperar la iniciativa. La revolución árabe de los años 60, y en particular la egipcia, fue un ejemplo claro de esto.

 

El Gadafi de 1969 frente al de 2011

 

Tras su victoria en Suez, Nasser profundizó la política de nacionalizaciones, proclamó el socialismo e incluso llegó a plantear en un primer momento medidas como que un porcentaje de los cargos públicos recayesen sobre trabajadores o campesinos. La revolución se convirtió en un punto de referencia para toda la región, animando la lucha antiimperialista de las masas y extendiendo su influencia a Siria, Iraq, o Yemen, donde se desarrollaron procesos revolucionarios similares. Mientras tanto, el imperialismo contraatacaba para intentar aislarles, apoyándose en las monarquías y gobiernos más reaccionarios de la región, como los del rey Hussein de Jordania, la monarquía de Arabia Saudí y otros.
Ese es el contexto en el que un grupo de militares libios liderados por Gadafi, organizaron su golpe de Estado. Los mismos males que habían provocado los golpes y procesos revolucionarios de Egipto y los demás países citados existían en igual o incluso mayor medida en Libia. En el momento de declarar su independencia Libia estaba considerado uno de los países más pobres de África. Entre 1961 y 1969 el desarrollo de la producción petrolera generó un incremento importante de la riqueza, pero ésta era saqueada por las multinacionales imperialistas y una pequeña minoría privilegiada que rodeaba al rey Idris.
Cuando Gadafi y sus compañeros de armas toman el poder deciden mirar hacia el ejemplo de Nasser, y muchas de las primeras medidas que acometen van el mismo sentido que las aplicadas por éste. Nacionalizan el petróleo y ponen otras empresas en manos del Estado. Eso permite generar un elevado volumen de ingresos y mejorar los niveles de vida de las masas. Libia pasa de ser uno de los países más pobres de África a ser considerado el más rico.
Aquí tenemos un primer contraste entre el Gadafi de entonces y el de los últimos años. Mientras el de los años 60 y 70 nacionaliza la industria petrolera el de la última década del siglo XX y la primera del XXI, siguiendo las exigencias del FMI y los gobiernos occidentales, emprendió un ambicioso plan de privatizaciones y reformas de mercado. Mientras entonces Gadafi apoya la revolución en marcha en Egipto, en 2011 —cuando se inicia la revolución árabe con las insurrecciones de Túnez y Egipto— Gadafi no sólo no apoya a los revolucionarios sino que se cuadra con títeres imperialistas como Mubarak o Ben Alí, les llama a mantenerse firmes, justifica la represión contra las masas y muestra un desprecio insultante por sus reivindicaciones y esperanzas.
Este cambio de actitud no era casual, reflejaba el profundo cambio que se había operado en el carácter de su régimen, sus posiciones políticas y sus relaciones con las masas. Expresaba también este cambio, en última instancia, la derrota del movimiento revolucionario árabe de los años 50, 60 y 70.

 

Las causas de la derrota de las revoluciones árabes del siglo XX

 

El drama de los procesos revolucionarios que se dan en todo el mundo árabe durante los años 50, 60 y parte de los 70 consistió en que, tras años en el gobierno, la revolución se quedó a medio camino y finalmente acabó desviándose totalmente de lo que esperaban de ella las masas.
En Egipto, el país clave, se da un proceso en el que alrededor de las empresas nacionalizadas, en torno al aparato del Estado y al frente de las cooperativas y granjas impulsadas por la reforma agraria nasserista se desarrollan tanto una amplia burocracia estatal como una emergente burguesía nacional que entra en contradicción con las aspiraciones de los trabajadores y las masas populares y presiona para frenar y moderar el proceso revolucionario.
Tras la derrota en la guerra de 1967 con Israel, el propio gobierno de Nasser —que desde 1952 daba bandazos a derecha e izquierda, entre la presión de las masas por un lado y la de la burguesía nacional y el imperialismo por otro—, se ve envuelto en contradicciones cada vez más flagrantes. En la práctica se había iniciado un giro a la derecha, aunque manteniendo todavía muchas de las medidas sociales y orientaciones políticas de los años anteriores. Este giro dará un salto cualitativo tras la muerte del líder revolucionario y la llegada al poder de uno de sus más estrechos colaboradores: Anwar el Sadat. En política exterior, Sadat firmará el pacto de Camp David con los imperialistas estadounidenses y con el propio gobierno sionista. Este pacto significa traicionar la causa del pueblo palestino y en la práctica representa un mensaje inequívoco a las masas y a los propios imperialistas: el gobierno egipcio abandona cualquier pretensión revolucionaria y busca el beneplácito de los capitalistas árabes y los imperialistas occidentales.
En política interior, Sadat se convierte en portavoz de esa burocracia y burguesía emergente que han crecido a la sombra de las políticas de nacionalización de Nasser, e intensifica la represión contra los trabajadores y la izquierda, hasta el punto de aplastar sangrientamente a finales de los años 70 las movilizaciones de masas de los estudiantes y trabajadores egipcios bautizadas como la Comuna de El Cairo. Tras su asesinato en 1981 en un atentado, el poder pasará a manos de Hosni Mubarak, otro militar cuyo poder ha ido creciendo a la sombra de la derechización de la revolución y el desarrollo de la alianza entre la burguesía tradicional y la nueva burguesía que se ha desarrollado aprovechando el apoyo a la industria nacional del régimen nasserista y el saqueo del Estado.
Mubarak instaura un régimen todavía más represivo contra los trabajadores y la izquierda, culmina el acercamiento al imperialismo estadounidense ya iniciado por Sadat y convierte al ejército egipcio —que había encabezado el movimiento antiimperialista en la región— en el principal peón, junto a Israel, de la dominación imperialista en Oriente Medio.
El ascenso y caída de la revolución egipcia, y del movimiento revolucionario que sacudió al mundo árabe durante los años 50 y 60, forma parte de un proceso más general en el que esos sectores militares, de funcionarios del Estado e intelectuales que como respuesta a la incapacidad del capitalismo para desarrollar las fuerzas productivas habían acometido procesos de nacionalización e impulsado las llamadas revoluciones nacionales, al carecer de un programa marxista para llevar estas hasta el final, destruir el Estado burgués y construir un Estado revolucionario, y temerosos de la creciente organización y reivindicaciones de la clase obrera y el campesinado pobre, acaban girando a la derecha, cayendo bajo la influencia directa o indirecta de la burguesía y de los imperialistas, y chocando con las masas, las cuales exigen llevar la revolución hasta el final y que ésta signifique una transformación drástica de sus condiciones de vida.

 

Socialismo o capitalismo. La revolución permanente

 

Como ya explicaba Marx, en la sociedad contemporánea sólo son posibles dos tipos de Estado: uno dirigido por la clase obrera, organizando y movilizando junto a ella al resto del pueblo explotado, o un Estado que —lo proclame o no— si no es dirigido por el proletariado, en la práctica sólo puede convertirse en instrumento directo o indirecto de la explotación de la burguesía. Todos los intentos de construir algún tipo de formación social, estatal y económica intermedia han fracasado, confirmando así el diagnóstico de Marx en el que luego insistieron una y otra vez Lenin y Trotsky.
Particularmente, el análisis de Trotsky sobre la revolución permanente sigue teniendo la máxima vigencia para comprender no sólo porque fue derrotada la revolución árabe de los años 60, sino para entender también las lecciones que de aquel proceso se derivan para las revoluciones actualmente en marcha.
En virtud del carácter mundial del modo de producción capitalista, las burguesías de todos estos países (e incluso las capas superiores de la pequeña burguesía) están plenamente integradas en la estructura de dominación burguesa y no están interesadas en impulsar ningún movimiento revolucionario serio. En cuanto las masas obreras y campesinas se ponen en marcha, junto a sus reivindicaciones democráticas (derecho a organizarse, elecciones libres, libertad de prensa, manifestación, etc.) tienden a plantear de manera inevitable la reforma agraria, la reducción de la jornada laboral, el aumento de salarios, su derecho a formar sindicatos y organizar huelgas, el desarrollo de consejos de trabajadores y del control obrero, etc.
La burguesía nacional, e incluso una parte de las capas superiores de la pequeña burguesía más próximas a ella, comprenden que tienen muchos más intereses comunes con las burguesías imperialistas —que luchan por mantener la propiedad privada de los medios de producción, el Estado capitalista y la búsqueda del máximo beneficio— que con los campesinos pobres y el proletariado. Estos son en realidad sus enemigos de clase. Como resultado, cualquier revolución nacional o democrática en estos países se transforma desde su mismo inicio en una revolución socialista. La revolución empieza en un país determinado y planteando objetivos nacionales, pero se convierte de manera inmediata e inexorable en internacional, independientemente de que sus líderes lo quieran o no, y tiende a extenderse a los países vecinos y a polarizar a los gobiernos, partidos y fuerzas sociales de estos a favor o en contra. Cualquier intento de separar las consignas democráticas de las socialistas, planteando una etapa de supuesta revolución democrática separada de la lucha por el socialismo, está condenado al fracaso.
Aunque hablaban de socialismo (socialismo islámico, socialismo árabe, etc.) ninguno de los dirigentes de las revoluciones árabes de mediados del pasado siglo intentó construir un Estado revolucionario dirigido por los trabajadores y el pueblo que expropiase a los capitalistas y planificase democráticamente la economía. Su objetivo era combinar elementos de socialismo y capitalismo, desarrollando diferentes ensayos de lo que hoy algunos llaman economía mixta. El resultado era que la economía seguía funcionando sobre bases capitalistas y las masas seguían sufriendo las lacras de este sistema.
Incluso en los casos en que, como ocurrió en Siria o Yemen, sí acometieron la nacionalización de los medios de producción, el régimen resultante —al no basarse en la gestión de la economía y la dirección del Estado por consejos de delegados elegibles y revocables de los trabajadores sino en la instauración de una economía completamente estatizada y planificada pero bajo el control de la cúpula militar y la burocracia del Estado— no será un régimen revolucionario de democracia obrera sino un régimen de bonapartismo proletario, a imagen y semejanza de la Rusia estalinista.

 

El giro a la derecha de Gadafi

 

En Libia, Gadafi intenta mantenerse en un término medio entre la dirección que siguen los acontecimientos en Egipto y la de Siria o Yemen. Tras plantear la unificación con Egipto de 1970 a 1973, dicho proyecto se rompe a causa de las crecientes contradicciones entre ambos a gobiernos. Frente al veloz giro derechista de Sadat, Gadafi mantiene su discurso antiimperialista y toma toda una serie de medidas que, aprovechando el monopolio estatal del petróleo y la reducida población de Libia, permiten elevar significativamente los niveles de vida, haciendo que se convierta en uno de los países con mayor renta per cápita de la región. Pero en ningún momento cuestiona la lógica política que había llevado finalmente a la traición y derrota de la revolución egipcia. Al contrario, sus posiciones políticas (recogidas en su Libro Verde, escrito a mediados de los años 70) representan un retroceso frente a algunas de las conclusiones más avanzadas a los que había llegado Nasser e introducen aún más confusión entre aquellos miles de luchadores árabes honestos que buscaban en estas propuestas un nuevo programa que pudiese revitalizar la revolución en el mundo árabe.
Al mismo tiempo que denuncia toda una serie de aspectos del capitalismo, Gadafi rechaza de manera inequívoca el marxismo y plantea una tercera vía, un supuesto socialismo islámico que superaría ambos. En la práctica, esto significará reprimir y perseguir cualquier intento de sectores de la clase obrera y de la izquierda de aproximarse a las genuinas ideas del socialismo científico. Aunque en el mismo nombre de la República de Libia se incorpora la palabra socialista y se habla de gobierno de las masas y de poder popular la realidad es que el poder no está en manos de los trabajadores. La industria petrolífera —que es la más importante del país— no será dirigida por Asambleas y consejos de trabajadores sino por los gerentes nombrados a dedo desde la propia cúpula del Estado y del ejército.
El control del Estado no estará nunca en manos de los trabajadores y de las masas sino en manos del propio Gadafi, los oficiales que le acompañan y un reducido círculo de allegados. Las condiciones de existencia, como explicaba Marx, determinan en última instancia la conciencia, las ideas que uno acaba defendiendo y las actuaciones que lleva a cabo. Al independizarse totalmente del control de las masas y acumular todo el poder en sus manos y, además, rechazar una ideología y un método científico que como el marxismo permiten comprender las leyes que rigen la economía, la revolución y la lucha de clases y basarse en la clase obrera para intervenir sobre ellas, el resultado será una transformación paulatina del carácter del régimen Gadafista, sus objetivos y su relación con las masas.
El creciente culto a la personalidad tiende a separar a Gadafi de las masas y hace que se rodee de una camarilla cada vez más degenerada. Al mismo tiempo se desarrolla un endiosamiento del líder, que actúa como si las masas le pertenecieran o pudiese decidir, pensar y sentir por ellas. Esta situación mantenida durante décadas y combinada con la represión de cualquier movimiento crítico o independiente por parte de la clase obrera fue determinante para que el régimen Gadafista pasase de contar con un apoyo importante entre las masas a ser masivamente cuestionado, primero de un modo silencioso, y en los últimos años de manera mucho más abierta.

 

El carácter del régimen gadafista de los últimos tiempos

 

A partir de finales de los años 80 y principios de los 90, con el colapso del estalinismo (con el cual mantenía una alianza inestable y circunstancial en la región) Gadafi rebaja a la mínima expresión cualquier llamado a luchar por una revolución en el resto del mundo árabe y adopta cada vez más claramente una política de búsqueda de alianzas con regímenes reaccionarios y oscurantistas de la zona. Esto va acompañado de una exaltación aún mayor del culto a la personalidad y una sustitución paulatina de las referencias socialistas en su discurso por referencias religiosas, un incremento de la represión dentro del propio país (a principios de los años 90 un levantamiento de masas en Bengasi es reprimido sangrientamente) y el desarrollo creciente de lujos y corrupción en su entorno, así como por unas actuaciones cada vez más erráticas y arbitrarias por su parte.
Los hijos de Gadafi acceden a posiciones decisivas en el aparato del Estado que utilizan para enriquecerse y dirigir el Estado como si de una propiedad privada se tratase. Muchos de los mismos que hoy encabezan el CNT son mafiosos que se enriquecen a costa de saquear la renta petrolera. Además de Abdelyalil, actual presidente del CNT y los otros ex ministros de Gadafi que ya mencionamos, un ejemplo es el de Abdelsalem Jailloud, hoy convertido también en dirigente del CNT. Jailloud, uno de los jefes del ejército, fue considerado hasta 1994 el número 2 de Gadafi . Tras caer en desgracia se convirtió en un hombre de negocios de los más ricos del país y se estableció en Francia. Perteneciente al clan tribal Mergaha, hoy es uno de los muchos mafiosos que pugnan por sacar tajada de la transición libia. Lo mismo ocurre con varios ministros y ex ministros que participaron directamente en el proceso de privatizaciones de los últimos años.
Durante las últimas décadas, pero muy especialmente desde la ocupación imperialista de Iraq, Gadafi abandona incluso en las palabras cualquier referencia revolucionaria y profundiza un acercamiento a las potencias imperialistas. Concede a Italia hasta el 40% del petróleo libio a cambio de apoyo internacional y de poder realizar rentables inversiones en Italia. Entrega a EEUU a activistas de Al Qaeda y listas de activistas de organizaciones reclamadas por el Departamento de Estado estadounidense como terroristas. Colabora con los servicios secretos británicos o en la represión de la llamada inmigración ilegal hacia la UE. El gobierno libio también desarrolla actuaciones intervencionistas y que siguen las mismas pautas de los imperialistas en países africanos como Chad o Malí. Si el líder del golpe de 1969 se definía como revolucionario, nada queda de ello en el hombre que ahora llama amigos a dictadores como Ben Alí y Mubarak o a imperialistas como el rey de España, Berlusconi o Aznar.
Todo este giro hace que los imperialistas, incluso los estadounidenses, que le habían incluido en la lista de países que apoyan el terrorismo y bombardeado Trípoli en 1985, decidan cambiar de estrategia respecto a Libia. Su objetivo pasa a ser hacer negocios y buscar acuerdos con Gadafi y moverse entre sus hijos buscando el posible sucesor más favorable a sus intereses. El 15 de febrero, el mismo día en que se inician las primeras protestas masivas contra Gadafi el FMI se refiere a las reformas neoliberales del gobierno libio en los términos más favorables: “Un ambicioso programa de privatización de los bancos y desarrollar el sector financiero naciente está en marcha. Los bancos han sido parcialmente privatizados, las tasas de interés descontroladas, y se alentó la competencia. Los esfuerzos en curso para reestructurar y modernizar el BCL (Banco Central de Libia) se están llevando a cabo con la asistencia del Fondo. (…) Las reformas estructurales en otras áreas han progresado. La aprobación a principios de 2010 de una serie de leyes de gran alcance es un buen augurio para fomentar el desarrollo del sector privado y atraer inversión extranjera directa” (Nota de información al público nº 11/23 del FMI sobre Libia, febrero de 2011).
Pero desde el punto de vista del pueblo libio, el resultado de estas políticas a lo largo de años es incrementar enormemente las desigualdades sociales. Quienes desde la izquierda siguen defendiendo al régimen de Gadafi como progresista aducen que Libia es el país con mayor renta per cápita de África. Eso es cierto, de hecho su renta per cápita supera incluso a la de un país como Brasil. Pero precisamente por eso es más increíble e injustificable que, después de 40 años de un gobierno que se proclama socialista y revolucionario, el 30% de la fuerza laboral esté desempleada, el 35% viva en la pobreza y las diferencias sociales, enormes, no tiendan a reducirse sino a verse ampliadas.

 

Libia 2011: ¿complot del imperialismo o insurrección de las masas?

 

Esta situación de retroceso para las masas, unida a la corrupción galopante, la represión de cualquier movimiento independiente de los trabajadores y el pueblo demandando mejoras o criticando a sectores de la camarilla dirigente, y a las crecientes diferencias entre esa cúpula dirigente y las masas, serán el combustible que alimenta la insurrección de masas. Al calor del ejemplo de las victorias revolucionarias en Egipto y Túnez, el levantamiento revolucionario empieza a extenderse por toda Libia desde el 15 de febrero de este año.
Las primeras manifestaciones de masas en Bengasi, Trípoli y otras ciudades son contestadas por Gadafi, Abdul Yalil, Jibril y otros que hoy desde las filas del CNT se dicen demócratas y luchadores por la libertad con la represión. Por cierto que las declaraciones de Obama, Clinton, Sarkozy, Berlusconi y demás “liberadores” de Libia en ese momento son bastante tibias. Lo único que piden es que Gadafi se “contenga” en su respuesta a la movilización popular y que el gobierno libio y la oposición lleguen a un acuerdo que permita frenar cualquier veleidad revolucionaria. Lo importante es que el petróleo siga llegando.
En ese momento, la táctica de los imperialistas franceses, británicos y estadounidenses, —que no sólo no habían organizado la insurrección, sino que se vieron sorprendidos por ella y temían que pudiera alimentar y empujar a un nivel superior la revolución en el mundo árabe— era buscar un acuerdo entre Gadafi y la oposición que pudiese volver las aguas a su cauce. Sólo cuando las manifestaciones se conviertan en insurrección de masas y algunos líderes tribales y el movimiento que ha convocado las primeras marchas de protesta amenazan con cortar el suministro de petróleo hacia occidente si los gobiernos de la UE siguen apoyando a Gadafi cambia la estrategia de los imperialistas. Pasan a exigir la salida de éste del poder y a buscar otros puntos de apoyo que les permitan descarrilar la revolución y mantener el control de Libia.
Abdelyalil y otros abandonan el gobierno y se declaran a favor de los manifestantes. Los insurgentes toman el control de la ciudad de Bengasi, segunda del país con más de un millón de habitantes, y de toda la frontera oriental. En muy pocos días la revolución se extiende al occidente del país, la tercera ciudad Misurata y otras escapan del control de Gadafi y se suman a la rebelión. En Bengasi, Tobruk y otras muchas localidades comités populares organizados por las propias masas gestionan la vida social: distribución de alimentos y medicinas, seguridad ciudadana, vigilancia de fronteras, etc.

 

¿Por qué pudo ser desviada de sus objetivos la insurrección de las masas?

 

¿Cómo una revolución que parecía avanzar imparable pudo transformarse en su contrario? ¿Cómo líderes que fueron aupados al poder por la iniciativa revolucionaria de las masas pudieron pocas semanas después echarse en brazos del imperialismo y descarrilar la revolución?
Quienes desde la izquierda, con la sabiduría barata del que analiza las cosas a toro pasado, desprecian, ocultan o minimizan el carácter genuinamente revolucionario del movimiento insurreccional en Libia, e intentan responsabilizar de lo ocurrido a la insuficiente conciencia o inmadurez de las masas, hacen un flaco favor a la causa revolucionaria y, en lugar de contribuir a aclarar las causas de lo ocurrido, sólo contribuyen a crear más desorientación al respecto.
Estos sesudos análisis “olvidan” convenientemente que la traición a la revolución que significó que los dirigentes del CNT aceptasen la intervención del imperialismo tuvo durante varias semanas una oposición decidida entre las propias masas de Bengasi, Tobruk y las otras ciudades levantadas en armas contra Gadafi.
El propio Fidel Castro en uno de sus escritos, La guerra inevitable de la OTAN, reconocía este hecho: “Sin duda alguna, los rostros de los jóvenes que protestaban en Bengasi, hombres, y mujeres con velo o sin velo, expresaban indignación real (…) Una profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Bengasi, Abeir Imneina, declaró: ‘Hay un sentimiento nacional muy fuerte en Libia (...) Además, el ejemplo de Iraq da miedo al conjunto del mundo árabe, subraya. (…) Sabemos lo que pasó en Iraq, es que se encuentra en plena inestabilidad, y verdaderamente no deseamos seguir el mismo camino. No queremos que los norteamericanos vengan para tener que terminar lamentando a Gadafi, continuó esta experta’. Pero según Abeir Imneina: ‘también existe el sentimiento de que es nuestra revolución, y que nos corresponde a nosotros hacerla”.
Distintos videos publicados en la web antiimperialista The Real News y otros medios independientes muestran a miles de participantes en las asambleas y comités de Bengasi dispuestos a luchar contra Gadafi pero opuestas a la intervención imperialista y portando pancartas contra la misma. Esto es más importante si cabe porque esas personas estaban soportando en ese momento ataques de las tropas leales al gobierno y habían sido amenazadas por éste.
El periódico chileno La Tercera tuvo que reconocer que la decisión del CNT de aceptar la intervención imperialista provocó profundas divisiones internas. “Parte de los 32 miembros que forman parte de este órgano se declararon abiertamente favorables a una acción exterior. “Hay un desequilibrio entre nuestras fuerzas y las de Gadafi”, aseguró Salwa Bugaighi, integrante de este consejo y que apoya una intervención de Estados Unidos. Ella perdió toda esperanza de derrocar al régimen por sí solos. Mientras, los contrarios a la idea temen que una intervención extranjera transforme al país en un nuevo Afganistán o Iraq. “Pararemos de luchar contra el tirano (Gadafi) y luego comenzamos a luchar contra los estadounidenses”, aseguró a The Economist un veterano de guerra libio que se opone a cualquier tipo de ayuda estadounidense.

El papel decisivo de la dirección

El factor fundamental que permitió que lo que parecía una revolución triunfante pudiera convertirse en una guerra civil acompañada de la intervención imperialista, no fue una supuesta inmadurez de las masas o debilidad objetiva de sus fuerzas (escasa clase obrera y débilmente organizada, etc.) sino el papel de la dirección burguesa y pequeñoburguesa que se vio aupada al frente de los comités.
Como explicábamos los marxistas —no a toro pasado sino en las declaraciones de la CMR venezolana y de la CMR Internacional escritas en pleno desarrollo de los acontecimientos en Libia—, la posibilidad de que el imperialismo se basase en estos dirigentes pequeñoburgueses para descarrilar la revolución era un peligro muy real, como luego se pudo ver. Como también explicamos entonces, esto no es la primera vez que sucede en la historia.
“En ausencia de un partido formado por cuadros y activistas que se hayan ganado en el periodo previo el derecho a ser reconocidos por las masas como su dirección, estas en un primer momento tienden a mirar hacia ‘los que saben’, ‘los que hablan bien’. En muchas revoluciones hemos visto como en un primer momento, y especialmente en ausencia de una organización marxista de masas, la insurrección y el surgimiento de comités populares puede llevar al frente de estos a muchos elementos accidentales: sectores de la pequeña burguesía (abogados, ingenieros, médicos…), incluso a figuras vinculadas al régimen anterior, arribistas y aventureros que intentan hacer carrera y subirse a la ola de la revolución. La Comuna de París, la propia revolución de febrero de 1917 o la revolución española de los años 30 son ejemplos claros, pero esto ha ocurrido en mayor o menor medida en prácticamente todas las revoluciones. (…)
“…Es evidente que en el lado de los insurrectos hay diferencias políticas y estratégicas. Las masas ansían la libertad, los derechos democráticos y barrer a la dictadura. Todas estas demandas sólo pueden ser satisfechas a través de una lucha sin cuartel contra la camarilla de Gadafi, y los imperialistas, con el fin de transformar la sociedad de arriba abajo en líneas socialistas. Pero también, el movimiento revolucionario ha atraído a todo tipo de arribistas y oportunistas que tienen sus propios planes, incluso a sectores desgajados de la cúpula política de la dictadura, como el ministro de Justicia de Gadafi, que no luchan por el poder del pueblo, sino por convertirse en los nuevos dirigentes de una Libia liberada de Gadafi, pero que siga conservando el carácter burgués de su Estado y los negocios con las multinacionales y corporaciones imperialistas”.
Dicha declaración continuaba explicando como la promesa de ayuda militar del imperialismo sería precisamente el caballo de Troya de la contrarrevolución. Si los dirigentes de origen pequeñoburgués e incluso burgués frenaban la revolución y buscaban algún tipo de pacto o acuerdo, con el imperialismo con el argumento de que las masas no eran suficientemente fuertes, la situación revolucionaria en marcha podía transformase en su contrario.
Marx refiriéndose a los dirigentes de la revolución de 1848 decía que los dirigentes de la pequeña burguesía democrática que se aupaban sobre los hombros de los trabajadores y los sectores explotados de las masas esperan siempre “que la lucha se ventile por encima de sus cabezas, en las nubes”. A causa de su posición y características de clase no tienen ningún interés ni capacidad para dotar a la revolución de un plan de acción concreto ni confianza en que las masas puedan llevar éste a cabo. Su tendencia, especialmente si las cosas llegan a un punto decisivo, es dejar en manos de otros su resolución, en este caso del imperialismo.

 

La cuestión de las tribus

 

Un asunto que ha sido bastante manido y merece ser tocado aunque sea brevemente es el de las tribus. Desde algunos sectores —incluso autodenominados marxistas— se ha atribuido a la cuestión de las tribus una importancia decisiva para explicar el desarrollo contradictorio que han tenido los acontecimientos en Libia durante los últimos meses.
Para cualquiera que no sea ciego y vea los mapas del Norte de África y de Oriente Medio, es evidente que los imperialistas británicos y franceses dividieron con tiralíneas el cuerpo vivo de la nación árabe y separaron a pueblos que siempre habían vivido juntos (como los kurdos, los bereberes, los propios pueblos procedentes de la península arábiga y otros muchos…). También unieron dentro de las mismas fronteras a otros pueblos, tribus o confesiones religiosas (musulmanes chiítas y sunnitas, coptos, cristianos maronitas, etc.) a quienes, al mismo tiempo, intentaban enemistar y enfrentar, para de ese modo poder mantener su dominación más fácilmente. Era la tradicional política del divide y vencerás, que tan hábil como cruelmente han manejado numerosos imperios, especialmente el británico, durante siglos.
Aunque Gadafi cuando llegó al poder había prometido acabar con el poder de los jefes tribales, que en realidad actuaban como una especie de poder en la sombra en la vieja Libia semifeudal de los años inmediatamente posteriores a la independencia, al llegar al poder descubre que estos pueden serle útiles para mantener el control del Estado y decide llegar a un acuerdo con ellos. El resultado es la configuración de una clase dominante integrada por los altos oficiales del ejército y funcionarios del Estado, así como por estos jefes tribales, en la cima de la cual la familia Gadafi actuaba como árbitro que oscilando entre unos y otros concedía cuotas de poder dentro del aparato estatal y el ejército, en las redes clientelares (los mal llamados comités revolucionarios), etc. a cambio de seguir al frente del Estado.
Lo significativo del movimiento revolucionario iniciado desde principios de 2011 en el mundo árabe, como ya ocurriera durante la revolución árabe de los años 50 y 60 (aunque incluso a un nivel superior actualmente) no es que haya tribus, pueblos o tendencias religiosas diferentes en cada uno de estos países. Lo realmente significativo es que, mientras en otros momentos estos actuaban como muro de contención que permitía frenar el movimiento revolucionario de las masas o confinarlo a una ciudad o región del país, en esta ocasión —a pesar de que las camarillas gobernantes y los imperialistas han hecho (y siguen haciendo) todo lo posible por desviar en líneas nacionales o religiosas el movimiento—, estos factores hasta el momento han desempeñado un papel secundario.
Aunque las tres regiones en que se divide Libia, el Fezzán (mayoritariamente desértico), la Tripolitania (parte occidental) y la Cirenaica (zona oriental) tuvieron desarrollos históricos diferentes, y todavía mantienen algunas diferencias culturales, lo significativo fue que la insurrección en Bengasi (Cirenaica) se trasladó inmediatamente al resto del país, incluidas ciudades del oeste como Misurata y otras. En la propia Trípoli hubo marchas masivas que fueron duramente reprimidas por Gadafi. Cuando varios hijos de este intentaron atizar las diferencias regionales o tribales el movimiento respondió unido: “Todos los libios somos la misma tribu”, rezaban muchas pancartas en Bengasi, Misurata y en la propia Trípoli. El levantamiento de las masas desbordó a los jefes tribales, obligando a muchos de ellos a reconocer en la práctica que la acción de las masas había escapado a su control y cambiando su posición respecto a Gadafi para poder sintonizar con éstas.
Un resultado de la industrialización y urbanización de Libia ha sido que el poder y control de los jefes tribales tiende a debilitarse. Si todavía se mantiene, aunque debilitado respecto al pasado, es debido a que el propio Gadafi —en lugar de aprovechar la ventaja que le daba el apoyo que tenía en ese momento entre las masas y el control del ingreso petrolero para combatirlo— lo fomentó porque no quería que el movimiento de las masas se desarrollase de manera libre y unificada.
Más que tribus en el sentido tradicional —unidas por una propiedad, cultura o creencia común en un mismo espacio físico— en la mayoría de los casos, sobre todo en las grandes ciudades, se trata de redes clientelares y caciquiles que, partiendo de un origen y lazos comunes, intentan mantener su poder mediante el reparto de puestos en la administración, el acceso a los planes sociales, la distribución de la riqueza procedente de la explotación de los recursos petroleros, etc. Esto significa un obstáculo contra el que los revolucionarios y la clase obrera deben luchar pero también representa una base social mucho más endeble que en el pasado. La insurrección en Bengasi y otras ciudades confirmó que, enfrentado al instinto de clase y el malestar de las masas, este obstáculo no era suficiente por si sólo para impedir o derrotar la revolución. Jefes tribales y líderes que hasta el día antes pertenecían a la cúpula de Gadafi se vieron obligados a cambiar de bando bajo la presión de las masas. Como hemos visto en todas las revoluciones, cuando el viento de la revolución sopla lo primero que se mueven son las cúpulas de los árboles
Incluso en Trípoli, donde Gadafi esperaba que el apoyo de estos líderes tribales y de las redes clientelares que ha mantenido durante años le diese un apoyo de masas que utilizar para poder imponerse en la lucha militar contra los rebeldes, a la hora de la verdad éste fue infinitamente menor de lo que esperaba. Las decenas de miles de luchadores que según el líder libio estaban dispuestos a morir por él en Trípoli o en su ciudad natal Sirte nunca acudieron a la cita, reflejando la pérdida de apoyo social y descomposición del régimen que ya hemos comentado.

 

Las contradicciones internas del CNT y la dominación imperialista preparan nuevos acontecimientos explosivos

 

Todos estos factores son muy importantes para comprender qué puede ocurrir a partir de ahora. El veneno de la guerra ha sido utilizado durante meses como excusa no sólo para justificar la intervención militar imperialista sino también para no dar respuesta a las demandas concretas de las masas que impulsaron las marchas de masas contra Gadafi. Tarde o temprano todo esto podría volver a transformarse en su contrario, pasando factura esta vez a los imperialistas y sus títeres.
Para las masas las promesas de los dirigentes del CNT de libertad, derechos democráticos, etc. significan una vida digna, ser dueños de su propio país, acabar con el problema del desempleo, que los jóvenes que se veían obligados a emigrar encuentren trabajo en su propia tierra, que el derecho a formar sindicatos y luchar por mejores salarios sea un hecho. Pero estas demandas ¿van a encontrar una solución satisfactoria bajo el gobierno de las distintas facciones del CNT y el dominio económico de las potencias imperialistas, que sólo buscan repartirse el botín del petróleo libio?
La primera condición de los “amigos” de Libia para conceder ayudas e invertir en el país ha sido el desarme de las milicias y la recomposición de un ejército y una policía burgueses bajo su control. Esto es bastante significativo. Temen que las masas se vuelvan contra ellos y empiecen a exigir que las riquezas del país se destinen realmente a satisfacer las necesidades del pueblo libio.
La investigadora del centro académico Chatham House de Londres, Jane Kininmont, resume la situación señalando que “hay tres principales preocupaciones: una es la seguridad. En ese sentido, un problema será desarmar a los jóvenes que han estado combatiendo. Tendrán que recibir incentivos, quizás un pago único, pero a largo plazo necesitarán oportunidades de trabajo. La segunda es la corrupción. En Iraq, que también tenía mucho potencial, han ocurrido graves problemas con este tema. La otra es la distribución de la riqueza. El nuevo gobierno tendrá que conseguir un balance entre estimular la inversión y al mismo tiempo trabajar en convencer a la población libia de que tendrá una participación en el país” (‘Las claves para estabilizar la economía libia’, BBC Mundo).
Según algunos informes, parece que por el momento los dirigentes del CNT —sin ninguna alternativa revolucionaria que se les oponga— están empezando a lograr el objetivo de desarmar a las milicias. Sin embargo, la situación sigue siendo confusa y las cosas están lejos de estar definidas.
Bajo la superficie de sonrisas triunfales, abrazos de unidad y promesas de democracia, hay una lucha a cuchillo entre distintas facciones dentro del CNT. Dicha lucha ya se cobró una primera víctima en Abdel Fatah Yunis, jefe del Estado Mayor rebelde y ex ministro de Defensa de Gadafi. Yunis fue eliminado en julio de este año por parte de una facción rival del CNT.
“Cuatro son los liderazgos más visibles dentro del CNT, Mustafá Abdeljalil, Mahmoud Jibril, Choukri Ghanem y Abdelsalem Jailloud. Sin embargo, cada uno de ellos deberá hacer frente no sólo a sus potencialidades e intereses sino a la compleja configuración de poderes regionales, tribales y de clanes familiares que conforman la auténtica estructura de poder en Libia (…) Por ello, el escenario pos Gadafi se torna igualmente complejo y confuso, un panorama que requerirá de una implicación muy importante por parte de EEUU, Francia, la ONU y la OTAN. (…) Otro aspecto de importancia tiene que ver con los liderazgos regionales del Oeste de Libia, (…) con la constitución de diversos comités civiles y militares (…) que constituyeron el factor clave en la insurrección contra Gadafi. Todos ellos reclamarán su peso y protagonismo en el futuro gobierno libio” (Roberto Mansilla, ‘La caída’, revista Zeta).
En un artículo publicado en The Economist se hacía referencia a estas y otras contradicciones: “Las grietas en el movimiento libio anti Gadafi son claras. Mahmoud Jibril, que es el primer ministro al frente del comité ejecutivo del Consejo Nacional de Transición (CNT), es un imán para las críticas. Muchos en la calle se quejan de que estaba demasiado a menudo fuera de Libia durante la guerra, mientras que sus admiradores dicen que logró ganar el apoyo internacional de las figuras clave en el Golfo y en otros lugares. Líderes islamistas de Libia, tales como Abdel Hakim Belhaj, cuyas fuerzas tomaron por asalto Trípoli y ahora manejan la seguridad de la ciudad, quieren a Jibril fuera. Ali Salabi, un clérigo visto a menudo en Al Jazeera, dice que el comité ejecutivo del consejo se compone de ‘laicismo extremo’. Los misratis han propuesto su propio hombre, Rahman Swehli, como un reemplazo” (Lybia’s revolution: Messy politics, perky economics, www.economist.com /node/21531472).
Además de todo eso, numerosos países imperialistas y potencias regionales están interesados en las oportunidades de invertir en el país. Cada una de ellas intentará jugar sus cartas apoyándose en los diferentes sectores de la clase dominante libia y en distintas facciones y figuras de la cúpula del CNT, jefes tribales y miembros del nuevo gobierno. El mensaje que enviaron Cameron y Sarkozy cuando adelantaron su viaje a Trípoli —pasando por encima del gobierno turco, que también tiene intereses en la región y había anunciado previamente su visita— fue claro. Los presidentes de Francia y Gran Bretaña —principales potencias que lideraron la intervención con el apoyo estadounidense— querían ser los primeros mandatarios extranjeros en reunirse con el nuevo gobierno libio y recoger los frutos. “Nosotros hemos hecho el trabajo sucio y puesto las bombas, nosotros seremos los primeros a la hora de repartir el botín”, han dicho estos dos bandidos imperialistas. Pero la cola para el reparto es larga. Qatar —el país árabe que más decididamente apoyó al CNT— e Italia —principal socio comercial de Libia— también quieren lo suyo. “Qatar busca extender su influencia en la región. El reino le ha dado un enorme apoyo a la causa de los rebeldes y fue el primer estado árabe en dar su respaldo a la creación de una zona de exclusión aérea sobre Libia. Italia, como mayor socio comercial de su antigua colonia, es el mayor socio de Libia, recibiendo el 38% de exportaciones del país africano y suministrando el 19% de las importaciones. Además, su compañía petrolera, ENI, tiene allí valiosas inversiones que necesita reactivar” (Ibíd.). Por si fuera poco China y Rusia han tirado a la basura su pasada posición de apoyo a Gadafi y también buscan su pedazo en el reparto del pastel.

 

Nada está decidido

 

El objetivo de los imperialistas es intentar convertir a Libia en un protectorado bajo su control que además de proporcionarle petróleo seguro y a buen precio pueda ser utilizado como base de operaciones y cuña contra la extensión de la revolución árabe, como en otros momentos hicieron con Kuwait, Jordania o cuando llevaron a cabo la criminal división en líneas religiosas y étnicas del Líbano. Por el momento la iniciativa está en manos de los imperialistas y sus títeres, las masas carecen de una dirección que ofrezca una política alternativa y una vez descarrilada la revolución y tras meses de guerra civil en su mayoría seguramente están dispuestas a dar una oportunidad a la paz y esperar a ver si las promesas del CNT se convierten en alguna mejora en sus vidas. ¿Cómo podría ser de otro modo?
No obstante, ni la suerte de Libia, ni mucho menos la de la revolución en el conjunto del mundo árabe, están decididas. Además de toda la inestabilidad que generará la lucha entre las distintas facciones en que se divide el CNT y los movimientos entre bambalinas de las distintas potencias imperialistas para colocarse lo mejor posible y apoyarse en esas facciones, el factor fundamental (y una diferencia importante con Iraq y Afganistán) es que, hace escasos meses, las masas en Bengasi, Tobruk, Misurata y otras muchas ciudades protagonizaron una insurrección y dirigieron ellas mismas la vida de estas ciudades. En un contexto de revolución en toda la región, crisis económica mundial y ruptura del equilibrio capitalista esta experiencia no caerá fácilmente en saco roto y representa un peligro para la burguesía.
The Economist citaba a un ciudadano libio que preguntado en un mercado de Trípoli acerca de qué gobierno quería para el país decía: “Lo más importante es que estén limpios y no están aquí para quedarse (…) No quiero volver a otro líder que nos dice qué pensar ni qué hacer”. Pero ya hemos visto qué tipo de dirigentes tiene el CNT y qué tipo de clase dominante existe en Libia. En estos momentos millones de personas están sacando la misma conclusión que ése ciudadano. Sólo necesitan tiempo y acontecimientos para comprender que el único gobierno limpio y que puede hacer lo que el pueblo quiere, y no defender su propia voluntad e intereses, es el propio pueblo organizado en gobierno mediante los comités y asambleas populares.

 

El significado político profundo de los comités populares y la necesidad de un programa socialista

 

La machacona cara B de todos los sesudos “análisis” que intentan minusvalorar la revolución en Libia es ocultar, ignorar o despreciar la importancia que tiene el hecho de que durante varias semanas las masas, en ciudades como Bengasi, Tobruk y otras, ejercieran el poder. Resulta increíble que en algunos análisis que se titulan marxistas este factor, que desde un punto de vista marxista tiene una enorme importancia, sea absolutamente infravalorado o incluso obviado totalmente.
Por más que muchos dirigentes pequeñoburgueses de los comités y los burgueses y pequeñoburgueses proimperialistas del CNT hayan echado (y sigan echando) jarros de agua fría sobre las masas, intentando que olviden esta experiencia y no saquen las últimas conclusiones de la misma (la necesidad de organizar un genuino Estado revolucionario que dirija el país sobre esos mismos principios) la misma no caerá en saco roto. Las masas organizaron el abastecimiento de comida, la seguridad, la vigilancia de fronteras, la justicia, el mantenimiento de los servicios sociales. Y todo ello sin burócratas y sin capitalistas, y por supuesto sin que las multinacionales imperialistas les dijesen cómo tenían que hacerlo. Todo eso, y en un contexto económico y político como el que vivimos en todo el mundo, no pasará desapercibido.
Libia no es un país de beduinos o pastores. La población rural representa sólo el 14%, el 86% vive en las ciudades. La fuerza laboral según datos del propio gobierno libio y el Banco Mundial de 2008 representa 1,9 millones de personas, esto significa un 30% de la población total (6 millones, pero ésta cifra incluye ancianos y niños) Si tomamos sólo a la población económicamente activa la clase obrera representa un porcentaje todavía menos despreciable. El 31% trabaja en la industria, 27% en servicios, 24% en el gobierno y 18% en la agricultura
Hasta donde sabemos, la clase obrera —a causa del modo en que se originó la insurrección y de la rapidez y espontaneidad de la misma— no participó como tal, de manera independiente, con sus propias demandas y métodos de lucha (huelgas, desarrollo de asambleas y consejos de trabajadores en las fábricas, sindicatos, etc). Otro factor que lo dificultaba fue el de la represión durante décadas por parte de Gadafi de cualquier expresión independiente de los trabajadores: sindicatos, partidos obreros, etc. Pero viendo la extensión del movimiento es bastante probable que muchos trabajadores participasen en las marchas, asambleas y comités populares de Bengasi y otras ciudades como parte del movimiento general y espontáneo de las masas. Esta es una característica que se ha repetido en otras muchas revoluciones en países con características sociológicas e históricas parecidas y que han empezado con insurrecciones espontáneas. Esto significa que, en esta nueva fase que se ha abierto tras la guerra, la clase obrera sacará conclusiones de la experiencia de los meses pasados, y tarde o temprano buscará el camino para plantear sus demandas de clase y vincularlas a las del resto de los oprimidos. Y tendrá oportunidades para lograrlo.
El instinto de clase y memoria de las masas, que ya mostró su enorme poder durante esos magníficos días de febrero, volverá a abrirse paso a medida que la niebla de la guerra se disipe y nuevos acontecimientos exijan nuevas respuestas. La reaccionaria clase dominante libia, los jefes tribales y caciques regionales, los ex gadafistas que ahora forman parte del CNT, los dirigentes de la oposición burguesa a Gadafi en el exilio, harán todo lo posible por intentar engañar y dividir a las masas. La salida de la OTAN, anunciada a bombo y platillo, forma parte de esta misma táctica. Por ahora han salido, pero el Tío Sam y sus amigos han dejado a sus peones al frente y mantienen sus misiles y bombas preparados para volver a intervenir si resultase necesario. Maniobras electorales ya están en marcha. Han prometido un gobierno de transición que prepare elecciones a una posible asamblea constituyente. Si no lograsen encauzar a las masas por ese camino intentarán separarlas y enfrentarlas en líneas regionales y tribales. Pero los jóvenes, trabajadores y el resto de explotados de Libia no han dicho la última palabra. La lucha ha entrado en una nueva fase y es bastante probable que se prolongue durante los próximos años.
El marxismo es una guía para la acción. Nuestro método no es el del eclecticismo, reunir todas las contradicciones que existen en una situación, todas las debilidades (reales y supuestas) del movimiento. Para derrotar los planes imperialistas es imprescindible en primer lugar realizar un análisis correcto del balance de fuerzas, cuál es el factor decisivo que ha permitido a los imperialistas y la burguesía desviar temporalmente el proceso revolucionario, cuáles son las tendencias que se desarrollan en este momento y sobre qué base y con qué programa y métodos deben intervenir los revolucionarios en ellas para lograr que puedan imponerse las tendencias más favorables a los intereses revolucionarios.
La conclusión central que se deriva de los acontecimientos en Libia no es que las masas sean débiles, que su conciencia sea baja, etc. sino la necesidad de construir una dirección revolucionaria, un programa y unos métodos que estén a la altura de la capacidad de lucha y voluntad de sacrificio que esas mismas masas han demostrado.
El primer punto, en Libia y en el resto del mundo árabe, es defender que los recursos naturales sean puestos en mano del conjunto del pueblo para que puedan ser planificados democráticamente con el objetivo de satisfacer las necesidades sociales. Las experiencias de la plaza Tahrir de El Cairo o de los comités de Bengasi demuestran que las masas obreras y populares podemos organizar el reparto de comida, la atención sanitaria, los servicios sociales nosotros mismos, sin necesidad de capitalistas, burócratas ni por supuesto de las multinacionales imperialistas.
Frente a todas las maniobras que durante los próximos meses y años intentarán los burgueses e imperialistas para intentar confundirlas (elecciones parlamentarias burguesas, asamblea constituyente, etc.) y minar su confianza en sí mismas, explicándoles que son demasiado pocos y demasiado débiles, y que deben limitarse a elegir a tal o cual partido o líder para que las gobierne; o enfrentando a unos pueblos, confesiones religiosas u orígenes tribales con otros; es preciso defender la necesidad de que el poder pase a manos de una asamblea nacional de comités populares revolucionarios que sustituya al actual Estado por un genuino Estado revolucionario dirigido por los trabajadores y el pueblo que tome el control de los recursos naturales de Libia. Sólo de este modo será posible resolver los problemas sociales del país.
La victoria de la revolución en uno sólo de los países de la región se extendería inevitablemente al conjunto del mundo árabe. Por el momento los capitalistas e imperialistas han logrado impedir esto y, por ello, el proceso de la revolución en el mundo árabe será muy contradictorio y prolongado. Pero ese proceso se ha iniciado (¡y de qué manera!) y no tendrán nada fácil volver las aguas desbordadas de la revolución a su cauce. El contexto internacional de crisis económica y cuestionamiento creciente al capitalismo tiende a echar más leña al fuego revolucionario. Ya lo hemos visto durante todo este año. Incluso hemos tenido el desarrollo de un movimiento de masas crítico con la burguesía sionista en el propio Israel o luchas de masas como las de Wisconsin o ahora el movimiento Ocupa Wall Street en pleno corazón del imperialismo. El ascenso revolucionario que hemos visto en los primeros meses de 2011 en toda el mundo árabe se quedaría pequeño ante la perspectiva de que la clase obrera y los oprimidos pudiesen tomar el poder en cualquiera de estos países. El avance de la revolución árabe abriría una perspectiva nueva no sólo para la región sino para todo el planeta.