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La represión brutal que el franquismo ejerció contra los derechos democráticos, la lengua y la cultura de las nacionalidades históricas (Euskadi, Catalunya, Galicia ...) ha permitido a la burguesía de estas nacionalidades aparecer como víctimas de dicha represión junto a las masas. ¿Pero qué papel jugó la cuestión nacional en los años treinta? ¿Qué hicieron la burguesía nacionalista vasca y catalana durante la guerra civil?

 

¿Qué lecciones se pueden extraer?

 

El Estado español:  ‘un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente’

La debilidad de la burguesía española que se refleja hoy día en una enorme atomización de la derecha, con una importante variedad de partidos regionalistas por toda la geografía española: Unidad Valenciana, Unidad Alavesa, Partido Aragonés Regionalista, Coalición Canaria etc. junto a la existencia de fuertes nacionalismos en Euskadi, Catalunya y Galicia tiene sus orígenes históricos en el peculiar desarrollo del capitalismo en el Estado español.
Debido al carácter parasitario de la oligarquía, las formidables riquezas coloniales que España poseía, dificultaron su desarrollo capitalista, pues, alimentando las necesidades de la Monarquía, la Iglesia, las castas militares y a toda la burocracia feudal del Estado que mantenía contacto con las colonias, no hicieron sino consolidar el régimen feudal. En lugar de sacar sus ingresos del desarrollo de las fuerzas productivas del país, la clase dominante española dio preferencia a la explotación semifeudal de sus colonias.
Así, la penuria económica que se produjo tras la pérdida del imperio colonial durante los siglos XVII y XVIII no tuvo otro efecto que el de potenciar las tendencias centrífugas en todo el Estado. La merma de la vida comercial e industrial de las ciudades provocó una disminución de los intercambios internos y de las relaciones entre los habitantes de las distintas provincias, los medios de comunicación se fueron descuidando y los caminos reales abandonando. Estos factores tuvieron el efecto de acentuar los particularismos locales. Por ello, tras la pérdida de las colonias, la oligarquía española, predominantemente agraria, intentó por todos los medios, continuar su explotación parasitaria de las zonas más ricas e industrializadas del Estado: el País Vasco y Catalunya. La posibilidad de saquear y oprimir a otros pueblos fue una de las causas del estancamiento económico de España. Los gigantescos beneficios extraídos del robo y la expoliación de las colonias lejos de ser una ventaja para crear una potencia industrial en el Estado español supuso, por el contrario, un elemento de atraso. Así, si bien es cierto que la unidad en el Estado español se dio pronto, sin embargo, siguió siendo como lo definió Marx “un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente”1.*
La burguesía española fue incapaz de liderar a las masas oprimidas contra el atraso feudal. La oleada revolucionaria que se dio en Europa tras la Revolución Francesa de 1789 pilló a la débil burguesía española con el paso cambiado. Asustados por la irrupción revolucionaria de las masas, la burguesía liberal, en el Estado español, llegó incluso a apostar a favor de la intervención de los ejércitos de Napoleón. Algunos sectores de las clases privilegiadas consideraban a Napoleón el “regenerador providencial de España”; otros, “el único baluarte posible contra la revolución”. Las clases dominantes de la época no creían en la posibilidad de una resistencia nacional y adoptaron una actitud pasiva o de colaboración frente al invasor. Las masas se vieron así liberadas de su liderazgo pudiendo hacer brillar toda su iniciativa para combatir la invasión extranjera y la tiranía de Napoleón. Es una paradoja histórica que para lograr la independencia nacional, el pueblo español hubiese de combatir los símbolos de la revolución francesa. La intervención de las masas organizándose por Juntas Provinciales, acentuó  aún más si cabe los particularismos locales.1
En cualquier intentona de la burguesía (1812, 1820, 1843, 1854 y 1868), ésta fue incapaz de llevar a cabo sus tareas históricas. Por temor a la acción independiente de las masas y por los estrechos lazos que la ligaban a los nobles y terratenientes, acabó una y otra vez echándose en manos de la reacción. En el Estado español la lucha entre la vieja sociedad feudal y la nueva sociedad burguesa adquirió la forma de luchas dinásticas. Las guerras civiles que en el siglo XIX enfrentaron a carlistas y liberales formaban parte del largo conflicto por el derrocamiento del absolutismo y la consolidación de un Estado burgués. Estas guerras se libraron de modo intermitente durante un período de más de cuarenta años. Se contraponía la pasada unidad católica de España a una futura unificación capitalista del mercado nacional. Se contraponía una monarquía católica tradicional a una monarquía constitucional.
La explicación a esta actitud hay que buscarla en el miedo visceral de la burguesía a las masas. “Cuando las clases medias emprenden la batalla contra el despotismo, entran en escena los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, y entran dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria. Asustadas por las consecuencias de una alianza que se le ha venido encima, de este modo, contra su deseo, las clases medias retroceden para ponerse, de nuevo, bajo la protección de las baterías del odiado despotismo”1. La burguesía en el Estado español optó en cada situación revolucionaria por unir estrechamente sus lazos con la nobleza y los terratenientes frente a las masas.
En definitiva, al finalizar el siglo XIX España era un país prototipo de desarrollo “desigual y combinado” como lo definió Trotsky. Un Estado que, habiendo perdido sus colonias, se vio ella misma “colonizada” por el capital extranjero y sin haber dejado de ser un Estado predominantemente atrasado y agrario experimentó el desarrollo rápido, en sus litorales, de una floreciente industria moderna. España en lugar de ser un país era más bien una serie de países y regiones señalados por su desigual desarrollo histórico.
El desarrollo desigual y combinado implica la coexistencia de zonas muy atrasadas, con medios de producción arcaicos y escasos medios de comunicación con zonas industriales que pueden estar en la vanguardia del desarrollo capitalista, con grandes industrias que incorporan la tecnología más moderna de la época e importantes núcleos de concentración obrera.

El desarrollo de la cuestión nacional en Euskadi y Catalunya

El desarrollo de la industria en algunas zonas, principalmente Euskadi y Catalunya, acrecentaba el peso de la clase obrera que, a través de su particular proceso de toma de conciencia, se enfrentaba con unos patronos cada vez más intransigentes. Paralelamente, el particular desarrollo y los problemas de la industria de bienes de consumo de Catalunya y Euskadi, enfrentaba a sus respectivas burguesías con los grandes propietarios agrarios de Andalucía y Castilla, que hegemonizaban el poder político.
Mientras las clases dominantes en España se sostenían en una economía principalmente agraria y atrasada, en las costas se producía un rápido desarrollo económico. El incremento de la demanda de mineral de hierro por parte de Inglaterra a lo largo del siglo XIX como consecuencia del desarrollo de la industria siderúrgica, los medios de transporte y las comunicaciones, estimularon ésta industria en el País Vasco, la segunda región más industrializada después de Catalunya y la primera en el sector minero-metalúrgico
Mientras que el incremento del capital comercial supuso en España el fortalecimiento del feudalismo agonizante, no ocurrió lo mismo con el capital comercial vasco que, espoleado por la afluencia de nuevos capitales, muchos de ellos procedentes de los vascos que emigraron a América y por una serie de factores como el constante acicate de la concurrencia extranjera, la apertura de nuevos mercados, el descubrimiento de nuevos yacimientos de mineral de hierro y las condiciones propias de su litoral, le permitió surgir como una fuerza perfectamente articulada con su base de producción, dando lugar a nuevas relaciones sociales que permitían la creación de un nuevo régimen. El estrecho contacto establecido entre la producción interior y el comercio exterior le valió a Euskadi su potente predominio en la península y determinó la rápida transfusión del capital comercial a la industria.2
Con el desarrollo del capitalismo en Euskadi se desarrolló la conciencia de clase de la burguesía vasca que, por su potencial económico, se colocó en cabeza de la sociedad, postergando y destruyendo la importancia social de los restos feudales que quedaban. La burguesía industrial y financiera fueron desplazando a la burguesía comercial hostil a las reivindicaciones nacionalistas vinculada al régimen feudal y la monarquía absoluta.
A partir del primer decenio del siglo XX, el desarrollo industrial se realizó bajo el dominio de la gran banca o de capitales extranjeros, apoyados por un fuerte proteccionismo. En manos de unas cuantas familias, las de la vieja aristocracia y las de los capitalistas enriquecidos en el siglo XIX (con frecuencia unidos luego por lazos de familia) estaban la siderurgia, la naciente industria de energía eléctrica, las navieras, compartiendo con empresas extranjeras las minas, los ferrocarriles, la industria química, etc.
La pérdida de las colonias había dado lugar a una gran repatriación de capitales; de ahí surgió, al comenzar el siglo, el Banco Hispano Americano. También se creó en 1901 el Banco de Vizcaya por capitalistas vascos cuya potencia económica había crecido en los años de la Restauración, sobre todo, con la venta de mineral de hierro, pero también con el ascenso de la siderurgia, cuyo proceso de concentración de empresas fue notable entre 1882 y 1902.
Inevitablemente este creciente desarrollo económico en manos de la burguesía vasca en el marco de un Estado dominado por una clase social vinculada a una economía principalmente agraria tenía que provocar continuos conflictos políticos.
A lo largo del siglo XIX, el deseo de independencia de los vascos frente a los poderes centrales no se había manifestado tanto en el terreno político, como en el económico.
En el pueblo vasco predominaba el fuerismo como teoría política, que defendía la exención de tributos y de quintas. Fue a finales del siglo XIX cuando Sabino Arana recoge el descontento de la pequeña burguesía y los jauntxos (propietarios de tierra semiarruinados) frente al desarrollo de los monopolios capitalistas. Sabino Arana escribía en 1895: “fuese pobre Bizkaia y no tuviera más que campos y ganados y seríamos entonces patriotas y felices”. Sin embargo, la gran burguesía vasca pronto vio el potencial del PNV como un buen instrumento para la defensa de sus intereses espoleando el descontento de las masas de la pequeña burguesía y los campesinos para arrancar ventajas para sí misma al Gobierno Central. Los primeros esfuerzos de Sabino Arana (fallecido en 1903) se plasmaron poco después en la formación del PNV.

 

El nacionalismo vasco

 

La burguesía vasca abrazaba el nacionalismo que le permitía mantener un control sobre las masas y sacar a Madrid acuerdos beneficiosos en materia fiscal etc, al mismo tiempo que participaba golosamente de los beneficios que le reportaba su pertenencia al Estado. Durante la I Guerra mundial los beneficios más exorbitantes, aprovechando la neutralidad del Estado español y el incremento de la demanda, fueron realizados por la banca del Norte. Los grupos de familias que dominaban la producción siderúrgica y minera, la flota mercante, la producción papelera: los Arteche, Chávarri, Zubiría, Zarate, Sota, Basterra, Urquijo, Echevarrieta Ibarra, Aresti, Herrero, Ussía, etc. se hicieron de oro. Este sector social no había estado nunca identificado, salvo excepciones personales, con los problemas netamente vascos, sino que había pasado a ocupar puestos clave del capitalismo español en su conjunto desde que se conectan bancos e industrias y se desarrolla la siderurgia y la producción de energía eléctricas.
Los conflictos con el poder central de la burguesía vasca le permitían desviar la atención y en cierta medida atenuar los conflictos de clase en la propia Euskadi. Mientras la burguesía vasca se enriquecía con la guerra, las masas de la clase trabajadora eran explotadas en las industrias y minas de Bizkaia con salarios y condiciones de trabajo miserables. La patronal a menudo utilizaba las diferentes procedencias de los trabajadores para formar cuadrillas compuestas por gallegos, andaluces, etc., dividiéndolos y enfrentándolos entre sí. Desde el principio, la burguesía vasca, sacó tanto de su nacionalismo como de su colaboración con el Estado cuantiosos beneficios.

 

La burguesía catalana

 

En cuanto a colaboración con el poder central era más evidente la de la burguesía catalana. En Catalunya las corrientes nacionalistas se habían desarrollado a fines de siglo, destacándose en ellas Prat de la Riba. La Lliga Catalana canalizó con éxito este movimiento apoyado por la burguesía industrial. Su éxito en las elecciones de 1901 es muy señalado. Sin embargo, esos intereses de clase predominando sobre su fraseología nacionalista que les llevarían a menudo a mantener una estrecha colaboración con los poderes centrales, como el apoyo de la burguesía catalana a la dictadura de Primo de Rivera y a la Monarquía, darán lugar a que se creen en 1930 otras corrientes, entre la burguesía nacionalista catalana, más a la “izquierda” apoyándose en la pequeña burguesía, el campesinado e incluso entre las masas del proletariado, principalmente de la CNT, adquiriendo un fuerte contenido populista y presentando entre sus filas incluso a sectores de la izquierda.
En la medida que crecían con fuerza e implantación las organizaciones obreras, la burguesía nacionalista catalana, al igual que la vasca, trataron una y otra vez de explotar y reconducir el descontento y la frustración de las masas en su propio beneficio.
Los movimientos por la autonomía en Catalunya, País Vasco y Galicia iba plasmándose en acciones precisas. En Barcelona, Cambó en un discurso del 16 de enero de 1918 tuvo que plantear la cuestión de la autonomía como una perspectiva inmediata. Ya en julio las Diputaciones Vascas, reunidas en Vitoria habían pedido la autonomía, petición refrendada el 10 de agosto por los Ayuntamientos Vascongados bajo el árbol de Guernica. Los regionalistas gallegos actuaban con no menos intensidad; en noviembre fueron a Barcelona donde se celebró la semana gallega. Los catalanes devolvieron la visita con un mitin celebrado en enero en El Ferrol que fue suspendido.
El nacionalismo vasco y el catalán, se desarrollaron de forma paralela, en circunstancias similares, pero al mismo tiempo con características peculiares. Así, mientras en Catalunya, el movimiento nacional tenía su base en los centros industriales y dentro de éstos en la parte más avanzada de la población, a pesar de la postura de boicot de la dirección de la CNT, muchos de sus militantes dieron su apoyo en las elecciones a organizaciones nacionalistas; en el País Vasco es precisamente en los centros industriales donde no se sentía el problema de la liberación nacional. Donde el nacionalismo tuvo más enemigos fue entre las masas obreras, mayoritariamente socialistas, que le opusieron una feroz resistencia. Su cuna y su fuerza está entre la clase campesina dirigida por la Iglesia. Consciente de esta debilidad, el nacionalismo vasco potenciará un sindicato, STV (Solidaridad de Trabajadores Vascos), ayudados por la gran burguesía para, así, luchar mejor contra las aspiraciones del proletariado dividiendo sus fuerzas.
La burguesía vasca y catalana, desde el principio, utilizaron la verborrea del nacionalismo para aglutinar en torno a sí a los mismos sectores de la sociedad que ellos explotaban y oprimían en connivencia con la oligarquía española. Ni la burguesía vasca ni catalana han tenido intención de independizarse del Estado español a pesar de toda su fraseología al respecto, al menos, mientras continúen sacando ganancias.
Así Prat de la Riba proclamaba: “Los catalanes no son separatistas ni lo serán mientras Catalunya se encuentre bien dentro de España... Catalunya debe hacerse grande, grande como puede ser, y salvar de la última ruina al Estado español, reconstruirlo y dirigirlo”.
Hoy día, podemos comprender en todo su significado esta frase histórica que resume el sentir de la oligarquía catalana y su “apoyo” a los Gobiernos de Madrid en su propio beneficio de clase y no en beneficio de “los catalanes”, como cínicamente pretenden hacer creer. Los trabajadores catalanes no pueden esperar de la burguesía catalana sino ataques al igual que los españoles y los vascos, gallegos etc. de sus respectivas burguesías y de todas ellas juntas a la vez.
La estrecha colaboración que hoy vemos entre el Gobierno del Partido Popular, CiU y el PNV refleja sus intereses de clase comunes, frente a la clase trabajadora y la mayoría de la sociedad.

 

El carácter reaccionario de la burguesía nacionalista

 

Una y otra vez, cuando los intereses de clase de la burguesía se vieron amenazados por la conflictividad laboral y las luchas del movimiento obrero, como por ejemplo ocurrió tras la victoria de la revolución rusa en 1917 con un importante estallido huelguístico e insurrecciones en distintos puntos del Estado, la burguesía se echó en manos de la reacción.
La burguesía catalana apoyó la dictadura de Primo de Rivera si bien ésta, más tarde, se enfrentó a ellos. Muy pocas semanas transcurrieron antes de que se rompiese el recíproco coqueteo del Directorio de Primo de Rivera y los capitalistas catalanes. El Poder militar arremetió, ya desde septiembre, contra Catalunya: empezó con la destitución del presidente de la Mancomunidad y nombró a un monárquico, prohibió la bandera y la lengua catalana de las Corporaciones oficiales y terminó con la disolución de la Mancomunidad en mayo de 1924. Sin embargo, nuevamente en 1930, la oligarquía, incluida la catalana y la vasca, se arrullaban junto al trono temerosos del estallido revolucionario. La Lliga para entonces ya se había incorporado a la oligarquía dominante del Estado español a diferencia de la burguesía del norte que preferió, salvo alguna excepción, que gobernasen otros con tal de que le dejaran manos libres para sus negocios.
La oligarquía vasca no participó en los gobiernos de la dictadura y sin embargo, fue uno de los principales beneficiarios de la misma. No negó jamás su apoyo a la Monarquía pero tampoco quiso comprometerse en su defensa en los últimos momentos. La casi totalidad de los grupos familiares que tenían en sus manos las palancas de la economía nacional, los títulos de riqueza, las fuentes de ingresos más cuantiosas estuvieron hasta el último día con la monarquía de Alfonso XIII.5 Sin embargo, no tuvieron ningún prejuicio en proclamarse republicanos si ello les permitía mantener sus propiedades y beneficios.
La burguesía catalana tuvo que pagar un precio. La Lliga Regionalista se escindió como consecuencia de su estrecha colaboración con los Gobiernos de Madrid. Los grupos nacionalistas catalanes, reunidos en Barcelona bajo la presidencia de Maciá fundaron la Esquerra Republicana de Catalunya que aglutinaba a la pequeña burguesía nacionalista radicalizada.
Aquí debemos resaltar esta contradicción dialéctica que nos permitirá comprender mejor los acontecimientos que se dieron durante los años 30 y es que mientras los intereses de clase de la burguesía española, vasca y catalana frente a las masas son los mismos, representan los intereses de los explotadores frente a los explotados; sin embargo, en la lucha por el reparto de la tarta del Estado, la fiscalidad, los presupuestos, exenciones, gravámenes, comercio exterior, aparato administrativo etc. tienen intereses enfrentados. No todos pueden llevarse el trozo mayor de la tarta del Estado y por ello sus continuos choques o alianzas en función de las presiones que reciben de “abajo”.

 

La cuestión nacional bajo  la coalición republicano-socialista

 

La revolución despertó, con más fuerza que nunca, todas las cuestiones y, entre ellas, la de las nacionalidades. En la década de los treinta, los nacionalistas vascos afirmaban que, con el 5% de la población total del Estado, producían el 24% del capital bancario, el 42% de todos los depósitos bancarios y el 33% de todos los ahorros personales, el 78 y 74% respectivamente de toda la producción de hierro y acero, el 71% de la industria del papel y naval. Catalunya por su parte, con el 12% de la población total del estado, producía el 34% de todos los ahorros personales, el 31% de toda la electricidad, el 19,5% del capital bancario y el 28% del capital industrial. Estas estadísticas dan una idea del abismo que separaba el desarrollo económico entre ambas nacionalidades y el resto del Estado y por tanto la importancia de la cuestión nacional en el posterior proceso revolucionario y en la lucha contra Franco.
Estas cifras no muestran las condiciones de extrema penuria en que vivían las masas de la clase obrera y el campesinado vascas y catalanas sufriendo como las masas del resto del Estado los efectos cada vez mayores del paro y la crisis económica que, tras el crack de 1929 afectaba al Estado español y principalmente a aquellas economías como la vasca y catalana que más dependían del comercio exterior.
El nacionalismo catalán se había desarrollado bajo la opresión de la dictadura de Primo de Rivera. Así, un día antes de la proclamación de la República en Madrid, los catalanes habían ocupado los edificios del gobierno y proclamado una república catalana independiente.
Como se puede apreciar por el texto del Bando de proclamación de la República Catalana, lo que sobre todo preocupaba a la burguesía catalana era, frente al creciente movimiento huelguístico de la clase obrera, poder mantener el poder en sus propias manos levantando la bandera del nacionalismo catalán. El Bando, publicado el 14 de Abril de 1931 y firmado por Francesc Maciá dice así: “Catalanes, interpretando el sentimiento y los anhelos del pueblo que acaba de dar su sufragio, proclamo la República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica. Rogamos que cada catalán, así como todo ciudadano residente en Catalunya, que se haga cargo de la enorme responsabilidad que pesa en estos momentos sobre nosotros. Todo aquel pues, que perturbe el orden de la naciente República catalana será considerado como un agente provocador y como un traidor a la Patria”. Lógicamente el orden sagrado, que no había que tocar, era el de la propia burguesía y los destinatarios de este mensaje eran las masas, cenetistas principalmente, que hinchaban las cárceles catalanas.
Una comisión de los líderes republicanos y socialistas se precipitaron a Barcelona y combinaron promesas de un estatuto de autonomía con amenazas extremas de represión; el arreglo final dio a Catalunya una autonomía muy restringida, que dejó a los políticos catalanes agraviados, hecho que podían utilizar provechosamente para mantener su apoyo social.5
El Estatuto de autonomía Catalán fue sometido a plebiscito el 2 de agosto de 1931 aprobándose por el 99% de votantes y más del 75% del censo electoral. En Barcelona donde, de un millón de habitantes, había 370.000 no catalanes, sólo se registraron 3.000 votos en contra, lo cual refleja cómo incluso una parte importante de la base de la CNT participó en dichas ilusiones. Josep Costa, obrero de la industria textil que era cenetista de toda la vida, simpatizaba con el concepto de la autonomía catalana: “No fui el único. En Catalunya amplios sectores de la CNT eran más o menos catalanistas”. El nuevo Estatuto reconocía el catalán como lengua oficial al lado del castellano y daba a la Generalitat competencias en enseñanza, servicios internos de policía, transportes ferroviarios, marítimos y por carretera, obras públicas, justicia y ciertos aspectos de la recaudación de impuestos.
La situación de las masas, producto de la crisis cada vez más aguda, continuó deteriorándose. Cuando en septiembre de 1932 a Catalunya le fue concedido el Estatuto, Costa, el obrero cenetista, se llevó un sobresalto. De pronto se dio cuenta de que, aunque Catalunya tenía ahora su propio Gobierno, los intereses económicos seguían donde antes. “Mi patrono era catalanista. Siguió jodiéndome a mí y a los demás obreros igual que antes. Comprendí que debía ver claramente dónde estaban mis verdaderos intereses... cosa que en aquel momento no ofrecía demasiadas dudas...”. Los trabajadores y campesinos vascos, sin embargo, no pudieron pasar por esta experiencia.
La cuestión nacional, en las provincias vascas en 1931, tuvo consecuencias aún más serias; el movimiento nacionalista estaba controlado por los clericales y conservadores y se transformó en el bloque de los diputados más reaccionarios en las Cortes Constituyentes.
Para la burguesía vasca “en mayo de 1931 la autonomía significaba la defensa del catolicismo, del orden social y de las tradiciones fueristas”. Poco después, el 14 de junio se presentó el Estatuto vasco. En Estella los representantes de 480 municipios vascos (sobre un total de 520), incluido Navarra, aprobaron un proyecto de Estatuto general del Estado vasco que “sería autónomo dentro de la totalidad del Estado español” pero que se reservaría la función de relaciones entre la Iglesia y el Estado.
En las elecciones generales a Cortes constituyentes el 28 de junio de ese mismo año, el PNV se presentó en alianza con los carlistas con el objetivo de “frenar al movimiento obrero y la posibilidad de una revolución”. Consiguieron 15 de los 24 escaños de las 4 provincias vascas (7 nacionalistas, 5 carlistas y 3 católicos independientes).
En aquellos momentos, bajo el pretexto de que el movimiento nacionalista vasco era reaccionario, la coalición republicano-socialista retrasó la solución de esta cuestión negándose a aprobar el estatuto de autonomía, otorgando así a los clericales vascos, amenazados por el auge del movimiento obrero, una nueva influencia entre las masas.
El 9 de diciembre se produjo la ruptura entre el PNV y los carlistas que giran a la derecha hacia posturas fascistas iniciando su armamento con la ayuda de Mussolini. La derecha española reaccionó levantándose en armas a cuenta de la autonomía catalana. La sublevación monárquico-militarista de Sanjurgo, que tuvo lugar en Sevilla en agosto de 1932, fue un intento de restaurar la monarquía e impedir que el Proyecto de Ley del Estatuto Catalán fuese aprobado en las Cortes. Cuatro meses antes, Calvo Sotelo, líder monárquico, había calificado el Proyecto de ley de “expoliación de la soberanía y robo del patrimonio”. La oligarquía vasca presionó al PNV para que apoyase el Golpe de Sanjurjo. Muchos apellidos vascos como Urquijo y Zubiría estaban entre los conjurados, además de March, Goicoechea, José Felix de Lequerica que actuaba como el principal agente político de los industriales de Bilbao y por el Banco de Vizcaya ligado a los Jesuitas. La clase obrera sevillana con métodos revolucionarios acabó con la intentona.
En junio de 1932 se presenta un nuevo proyecto de Estatuto Vasco con el apoyo del PSOE. Los carlistas se oponen y este Estatuto es rechazado en Navarra por 123 municipios frente a 104.
El 23 de abril de 1933 se producen las primeras elecciones municipales republicanas. PNV y ANV (una escisión por la “izquierda” del PNV) logran los dos tercios de los escaños. La coalición republicano-socialista pierde apoyo popular, “precisamente por la política derechista del régimen de izquierdas” afirmó Prieto.
El 5 de noviembre de 1933 se aprueba el Estatuto de autonomía por 411.756 votos contra 14.196 con un 87% de participación, el más alto de la historia. Sin embargo, las tensiones entre las distintas provincias vascas se reflejan en los resultados que se dieron en la provincia de Álava en la que se abstuvieron el 42% y hubo 11,9% de votos en contra. El 22 de diciembre de 1933, 57 gobiernos municipales de los 77 existentes en Álava se pronuncian contra el proyecto autonómico.
Paralelamente la situación política se deterioraba por momentos en todo el Estado. Mientras la izquierda pierde terreno como efecto de la frustración por la política del Gobierno republicano-socialista, la derecha, también en Euskadi, gana posiciones. En las elecciones de noviembre de 1933, de 24 escaños, el PNV saca 12 principalmente en Guipúzcoa y Vizcaya, los carlistas y sus aliados sacan 10 y la izquierda 2 en Bilbao.
Durante los primeros años de la República, con un programa socialista que uniese a las reivindicaciones de clase la defensa de los derechos democrático-nacionales, el derecho de autodeterminación y la más amplia autonomía con el fin de unir a la clase obrera en todo el Estado en lucha por una Federación Socialista Ibérica, los socialistas hubiesen ganado a sus filas a aquellos sectores de las masas influidos por la verborrea del nacionalismo burgués. En lugar de ello optaron por una alianza con los republicanos burgueses, negándose a aprobar el Estatuto de autonomía, que fue utilizada hábilmente por el PNV para mantener su influencia.

 

La reacción, el Bienio Negro y los nacionalistas burgueses

 

La victoria de la CEDA de Gil Robles implicó la contrarreforma agraria, un incremento del poder de los empresarios y un ataque a los derechos autonomistas de las nacionalidades históricas.
En sus giros de esta época podemos apreciar claramente el carácter dual de los movimientos del PNV. Cuando el nacionalismo español reaccionario amenazaba con recortar sus privilegios optó por oponerse apoyándose en su ala “izquierda” pero en cuanto la oposición de las masas amenaza con desbordar el régimen, del que el mismo PNV forma parte, sus dirigentes se lanzan en brazos de la reacción.
Mientras en julio y agosto el PNV se alinea con la oposición frente a los ataques de la derecha, al estallar las movilizaciones obreras en el mes de octubre gira en sentido contrario. El 4 octubre del 34 se declara la huelga general en Asturias y se extiende al País Vasco. El PNV, estos “acérrimos defensores de la vida”, (tan preocupados en 1937 por “evitar la violencia” liberando de las cárceles a 2.000 fascistas y firmando una paz por separado) se coloca en la retaguardia dejando hacer a Gil Robles y al Ejército al mando de Franco que ahoga en sangre a los mineros provocando 4.000 muertos y una represión feroz.
El 5 de octubre se declaró la huelga general en las principales capitales de España. En Euskadi la huelga general convocada por el PSOE y UGT fue secundada por la CNT, el PCE y el sindicato nacionalista STV (Solidaridad de Trabajadores Vascos, afines al PNV). En Vizcaya el PNV propuso la “abstención absoluta de participar en movimiento de ninguna clase, prestando atención a las ordenes que, en caso preciso, serán dadas por las autoridades”. La STV, más dúctil por estar más presionada por su base ordenó: “Allá donde pueda trabajarse sin peligro acudan todos los trabajadores a sus labores, pero si para ello encontraran alguna dificultad o peligro, retírense sin participar en ninguna actividad no ordenada por la agrupación".
A pesar del abstencionismo propugnado por el PNV y de la “prudencia” de la dirección de STV, las bases obreras de ambas organizaciones la secundaron con entusiasmo. La huelga fue unánime en Vizcaya y Guipúzcoa. En algunas localidades (Portugalete, Hernani, Eibar) se formaron los Comités antifascistas dirigentes de la acción, que llegó a tomar carácter de lucha armada.
Así pues, mientras el PNV se inhibe, los sectores de la clase obrera que apoyan el nacionalismo no son ajenos al movimiento de octubre sino solidarios con sus compañeros de clase. No hubo ni una manifestación en favor de la liberación nacional vasca por los revolucionarios de octubre. El contexto revolucionario español marca la pauta. El PNV se ve obligado a nadar, como tantas y tantas otras veces entre dos aguas. Tras la derrota de la Revolución del 34 la represión es terrible igualmente en Euskadi.
Este fue el papel de la burguesía vasca frente a los acontecimientos revolucionarios del 34. Mientras tanto, ¿qué hizo la burguesía catalana?
En Barcelona la situación era sumamente tirante. Se tenían noticias de que en Sabadell, bajo la dirección de la Alianza Obrera, los trabajadores habían paralizado la ciudad. En Villanueva y Geltrú, Sitges y otras localidades, había una situación insurreccional. En Manresa y Tarrasa, la huelga era también unánime.5
A las 5 de la tarde, Companys hizo por radio un llamamiento a la calma: “El Gobierno se hace cargo de sus responsabilidades y de su deber y en cada momento marcará la dirección de los acontecimientos con la asistencia y disciplina del pueblo que el Gobierno ha de conservar para la mejor eficiencia de la defensa de las libertades de Catalunya y de las esencias democráticas de la República”. Pero ¿quién va a defender las libertades en Catalunya y las “esencias democráticas”, el ala izquierda de la burguesía catalana que ocupa el poder, la Esquerra, o el proletariado?
Mientras los jóvenes, respondiendo al llamamiento de la Alianza Obrera desfilaban por la Plaza de la República pidiendo armas, Companys volvió a intervenir advirtiendo que era necesario “abstenerse de violencias que el Gobierno se vería en el doloroso trance de reprimir”, y vaya si reprimió. Sin embargo, cuando ya la presión de las masas se hace insoportable y el movimiento amenaza con desbordarse y escaparse de su control, la burguesía, en nombre de la “República Catalana” reclama su derecho al poder exigiendo a las masas “obediencia absoluta”.
Al amanecer del día 6 la Alianza Obrera difundió un manifiesto que terminaba así: “Es hoy cuando hay que proclamar la República Catalana. Mañana quizás fuera tarde... ¡Viva la huelga revolucionaria! ¡Viva la República catalana!”. Presionado por la situación y superado por los acontecimientos, Companys proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal Española: “Catalunya enarbola su bandera y llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat,... el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Catalunya... y al establecer y fortificar la relación con los dirigentes de la protesta general contra el fascismo, les invita a establecer en Catalunya el Gobierno provisional de la República”. Como podemos apreciar una vez más, la burguesía catalana ante los acontecimientos revolucionarios reclama, en nombre de Catalunya el poder para sí misma temerosa de perderlo.
La reacción no se hizo esperar. Cumpliendo las órdenes de Madrid, el general Batet, jefe de la Cuarta División del Ejercito se dispuso a proclamar el estado de guerra en Catalunya. Cuando sus artilleros rompieron fuego contra el palacio de la Generalitat, el presidente Companys telefoneó al general Batet para comunicarle que se rendía. La “radical” burguesía catalana fracasó en 24 horas. Companys se rindió sin ofrecer prácticamente resistencia, de una forma ignominiosa. La bandera blanca sustituyó las catalanas izadas en los balcones principales de la Generalitat y del Ayuntamiento. Companys y los miembros del gobierno de la Generalitat fueron arrestados y el Estatuto de Autonomía fue suspendido. Esta es la manera en que el ala más radical de la burguesía catalana “defendió las libertades de Catalunya y las esencias democráticas”. Los derechos democráticos de los catalanes y vascos únicamente los puede defender de forma consecuente, con su acción revolucionaria el proletariado y esto quedó una vez más confirmado por la experiencia.
La burguesía catalana, como la vasca no pretendían sino mantener sojuzgados y dividir a los trabajadores vascos, catalanes, gallegos o españoles en su propio provecho. Cuando la presión de las masas se hizo insoportable para la burguesía, ésta, incapaz de mantener sus viejas formas de dominación, tuvo que girar desde su primera posición monárquica a la republicana, más tarde se tuvieron que apoyar en el ala republicana más radicalizada y finalmente en las propias organizaciones de la clase obrera y dentro de estas en sus dirigentes con más autoridad y capacidad para frenar al movimiento como la CNT en Catalunya, Largo Caballero en el PSOE y el Partido Comunista. Todos estos giros que no se dieron en línea recta sino con alzas y bajas muestran, como un barómetro, la presión del movimiento revolucionario que se produce en lo más hondo de la sociedad. En esas circunstancias la defensa por parte de los dirigentes obreros de la “democracia burguesa” en cualquiera de sus variantes, supone echar arena a los ojos del movimiento obrero, confundirlo, apartarlo de sus tareas históricas.
El proletariado catalán estaba en la punta de lanza del movimiento revolucionario y, sobre todo entre las masas anarquistas, había ilusiones en ir por delante en este proceso. Trotsky advirtió al principio de los años treinta de la necesidad de unirse con el proletariado español. Para tener éxito el proletariado catalán debía ir necesariamente de la mano del resto del proletariado en el Estado español. Su fin no podía ser una república burguesa en Catalunya. Dicha consigna representaba una dejación total de las tareas del movimiento obrero por parte de sus dirigentes que se plegaban así al nacionalismo sin enfatizar su carácter de clase.
Los derechos democráticos de las nacionalidades históricas como la solución al problema de la tierra, el paro y las condiciones de vida de la gran mayoría de la sociedad sólo se podían resolver mediante la toma del poder por parte del proletariado en todo el Estado barriendo a la burguesía y sus representantes fuesen de Madrid, Barcelona o Bilbao. Entregar la iniciativa a cualquiera de ellos representaba una traición al movimiento obrero y a las nacionalidades oprimidas.
Trotsky, desde principio de los años treinta, alertó a la Izquierda Comunista en Catalunya de la necesidad de unir férreamente el movimiento obrero en todo el Estado: “La Federación Catalana debe esforzarse en conseguir la unificación con la organización comunista pan-española, Catalunya está a la vanguardia. Pero si esta vanguardia no avanza al mismo paso que el proletariado e incluso que los campesinos de toda España, el movimiento catalán concluirá, todo lo más, con un episodio grandioso del estilo de la Comuna de París. La particular posición de Catalunya puede provocar tales resultados. El conflicto nacional puede agravarse de tal modo que la explosión catalana se produzca antes de que, España en su conjunto, esté madura para una segunda revolución. Sería una desgracia histórica que el proletariado catalán cediendo a la efervescencia, a la fermentación del sentimiento nacional, se dejara arrastrar a una lucha decisiva antes de haber podido ligarse estrechamente a toda la España proletaria. La actividad de la Oposición de Izquierda en Barcelona como en Madrid, podría y debería consistir en elevar todas las cuestiones a su dimensión histórica” (La cuestión catalana. Carta a Nin, 23 de abril de 1931).

El papel de la burguesía vasca durante la guerra civil

Navarra fue el centro neurálgico donde se preparó el golpe militar del 18 de Julio. El Gobierno republicano envió allí al general Mola que pudo, a sus anchas, con el ambiente y los medios necesarios, preparar el levantamiento. Mientras éste se producía, los Gobiernos civiles ante las insistentes noticias se dedicaron a tranquilizar a la población afirmando que no eran más que rumores cuando ya se sabía a ciencia cierta el carácter del alzamiento. Todos estos errores no fueron producto de ninguna casualidad.
La oligarquía en el Estado español, reflejando la crisis del sistema capitalista a nivel internacional, incapaz de desarrollar las fuerzas productivas y de mejorar las condiciones de vida de las masas, no podía mantener formas democráticas de dominación. Ante la incapacidad de haber abortado el movimiento obrero mediante la terrible represión que sucedió a la fallida revolución de octubre del 34, había llegado a la conclusión de que la lucha de clases, llevada a sus extremos, únicamente dejaba dos salidas: revolución o fascismo, socialismo o capitalismo.
La Lliga Catalana entró en el bloque de las derechas con la consigna de Gil Robles; “contra la revolución y sus cómplices”. Por su parte la dirección del PNV desde el principio vacila sin saber qué hacer: ¿apoyar el golpe, quedarse al margen o apoyar el Gobierno del Frente Popular?
En enero el PNV habían hecho una visita al Vaticano donde les recomendaron un frente católico en Euskadi para derrotar al Frente Popular. Los diputados del PNV no ven políticamente viable esa alternativa. “La lucha es entre Cristo y Lenin”, repite una y otra vez la curia vaticana.
Finalmente el PNV decidió presentarse en solitario sacando 9 escaños y perdiendo 28.000 votos. Las derechas sacaron 8 escaños (los carlistas 7) mayoría en Álava y Navarra y el Frente Popular 7 escaños. Las tensiones provocadas por la polarización entre las clases sociales, llevadas a sus extremos tiraban del PNV en todas las direcciones resquebrajándolo.
Cuando se produjo la sublevación militar, los órganos de dirección del PNV de Navarra y Álava la apoyaron sin titubeos mientras que en Guipúzcoa se produjo un tenso debate interno en pro y en contra de apoyar el alzamiento fascista y en Vizcaya, la provincia dominante, superados por el movimiento de masas, no tuvieron otra opción que o quedarse al margen y ser barridos por dicho movimiento o intentar controlarlo oponiéndose al levantamiento fascista.
El PNV de Navarra hizo pública declaración de apoyo al ejército de Franco: “El PNV dada su ideología fervientemente católica y fuerista no se ha unido ni se une al Gobierno en la lucha actual”, 20 julio de 1936, firmado Napar Buru Batzar. La represión en Navarra, sobre todo en el sur, donde los socialistas tenían más fuerza fue brutal.
En Álava mientras el general Alonso Vega prepara la conspiración tranquilamente del día 16 al 18 de julio. El Gobierno Civil tranquiliza a la población diciendo “no pasa nada”, “la normalidad es completa”. En lugar de proporcionar armas a la población se optó por tranquilizarla lo cual posibilitó el triunfo de los sublevados.
El día 19 a las 7 de la mañana se declara el estado de guerra por parte de los tres jefes de las principales fuerzas de Vitoria. Hasta el día 20 no se declara una Huelga General en toda la provincia. La huelga acabó ahogada en sangre el día 23.
En esas circunstancias, el Araba Buru Batzar, saca el siguiente comunicado: “El Consejo regional del PNV de Álava con el interés vivamente expuesto de evitar luchas fratricidas y derramamientos de sangre entre hermanos alaveses y para impedir que la anarquía se adueñe de su pueblo ordena a todos los afiliados que realicen todas sus obligaciones sociales y estén en todo momento a las disposiciones de las autoridades militares y delegados que se han constituido”.
Un sector del PNV apoya abiertamente el golpe, como el manifiesto de Jabier de Landaburu, diputado a Cortes y Manuel Ibarrondo: “Los suscritos, afiliados al PNV manifiestan: las circunstancias que venía atravesando la gobernación de España y que llevaban irremediablemente a la ruina moral y material de los ciudadanos han hecho que unos hombres de buena voluntad, a impulso exclusivo de su sano patriotismo, iniciaron y estén desarrollando activamente en estos dramáticos momentos una Cruzada de regeneración espiritual y fortalecimiento material. En el panorama que se nos ofrece no caben ya disyuntivas ante la anarquía reinante todavía en muchos pueblos españoles, ante la amenaza seria de un comunismo bárbaro que nada ha de respetar... ya no le cabe duda, y menos al que sea nacionalista vasco, el que desea para este país un mínimo de libertad y de bienestar que el comunismo nunca conseguiría... exhortamos a nuestros amigos nacionalistas a no impedir y coadyuvar al éxito inminente de quienes van a redimir tan precioso tesoro y a gritar con ellos viva España, viva el País Vasco”.
En Guipúzcoa, donde el PNV era el Partido más importante con 50.000 votos en las elecciones de febrero, el EBB se posicionó por la República en una reunión tormentosa. Una parte importante de la base nacionalista se movilizó junto a las fuerzas de izquierda desde el primer momento, mientras que la dirección estuvo en un constante bascular hacia el carlismo. A pesar de que el PNV declaró su apoyo a la República el 19 de julio y a pesar de su participación en la Junta de Defensa creada en San Sebastián, transcurrieron casi tres semanas antes de que en Guipúzcoa se formasen las primeras milicias de nacionalistas vascos llamadas Euzko Gudarostea. El poder en Guipúzcoa estaba en mano de las Juntas de Defensa que se formaron; la de San Sebastián, presidida por un socialista de izquierda con la participación de comunistas y cenetistas, la de Eibar controlada por los socialistas, la de Irún por los comunistas y la CNT y la de Azpeitia presidida por Manuel de Irujo y enteramente controlada por el PNV. Fue esta junta, la de Azpeitia, la que inició la formación de las milicias vascas. Sin embargo, cuando los Gudaris entraron en fuego en el valle de Urola, zona de la que se había hecho cargo la Junta de Azpeitia, se perdió sin lucha o con resistencia “muy discreta” como afirmó el propio jefe de la artillería enemiga comandante Martínez de Campos.
Sin embargo el PNV no pudo actuar de la misma forma en Vizcaya donde la base obrera era mucho más importante. Ello hubiese significado perder cualquier posible control de la situación posterior representando un acicate para que las organizaciones obreras vascas adoptasen medidas revolucionarias como la expropiación de industrias, la nacionalización de la banca y la implantación de órganos de poder obrero al igual que en otras zonas del Estado donde la burguesía se colocó al lado de la reacción.
En el seno del nacionalismo vasco había sectores que no compartían las dudas y las vacilaciones de algunos de sus colegas del PNV. El sindicato nacionalista vasco, STV se declaró “inmediatamente al lado del pueblo”, según su presidente Manuel Robles, “la clase obrera no albergaba ninguna de las vacilaciones de las que daban muestras ciertos elementos del PNV”. Entre ellos Ajuriaguerra dirigente del PNV que, como él mismo relata, en la noche del 17 al 18 de julio, “Tenía la esperanza de escuchar alguna noticia que nos ahorrase el tener que tomar una decisión: que uno u otro bando ya hubiese ganado la partida... A las 6 de la mañana decidimos dar nuestro apoyo al Gobierno republicano (...) Tomamos esa decisión sin mucho entusiasmo (...) convencidos (...) de que, de habernos decidido por el otro bando, nuestra base se nos habría opuesto (...)”.
No podían hacer otra cosa. Las masas obreras en Vizcaya fieles a su tradición impidieron cualquier tentativa de golpe. La noticia de la sublevación del ejército en Africa corrió por Bilbao como un reguero de pólvora. Mientras los fascistas se movían en coches por el centro de Bilbao, oficialmente se insistía en que la situación estaba controlada. Desoyendo al Gobierno Civil, a primeras horas del día 18, miles de trabajadores se concentraron en Garellano, rodearon el cuartel e hicieron desistir de sus propósitos a los militares facciosos.
Es en Euskadi donde el papel reaccionario de la burguesía vasca quedó más evidente. Javier de Landaburu, escribió una carta a José Antonio Aguirre fechada en Vitoria a 3 de agosto de 1936, transmitiéndole el sentir de los sublevados donde se refleja claramente cual fue a posteriori la actitud del PNV en el transcurso de la guerra civil:
“Le hacen conocer (a José Antonio Aguirre) la preocupación de altos jefes militares por la suerte de Vizcaya y Guipúzcoa y que se extrañan de que los nacionalistas de ahí estéis de la mano de los rojos (...) si los nacionalistas de ahí os limitáis, mientras ahí manden los rojos, a ser guardadores de edificios y personas, si no tomáis las armas contra el Ejército, seréis respetados cuando el Ejército se apodere de esa zona”.
Hay muchas opiniones, en el seno de la burguesía vasca y de destacados militantes del PNV que reflejan cual era realmente su postura. Juan Manuel Epalza, (vicepresidente de los Mendigoixales, movimiento juvenil del PNV, de profesión ingeniero industrial), creía que, por encima de todo, la adhesión del PNV a la república significaba que el partido tenía la intención de mantener la ley y el orden en la retaguardia e impedir que la izquierda lo considerase su enemigo. “hasta la noche antes, nuestro verdadero enemigo había sido la izquierda. No porque fuese izquierda, sino porque era española y como tal, intransigente, Vacilamos durante dos semanas o más titubeando sobre si aliarnos con nuestros anteriores enemigos. De haber sido posible, nos hubiéramos mantenido neutrales...”. Sin embargo, como afirma él mismo: “estábamos decididos a impedir las atrocidades, a asegurarnos de que los de izquierdas no asesinaran, robaran ni incendiaran iglesias. Estabamos entre la espada y la pared. Era algo absurdo, trágico: teníamos más cosas en común con los carlistas que nos atacaban que con la gente con la que de pronto nos encontramos aliados...”.6
Éste era el sentir de la burguesía nacionalista vasca a la que el Gobierno de la República entregó el poder y la dirección de la lucha frente al fascismo con el fin de arrebatárselo a las organizaciones obreras vascas, principalmente al Partido Socialista y la UGT que fueron quienes llevaron el peso fundamental en la defensa de Bilbao como reconoce el dirigente de la CNT Manuel Chiapuso.
Según Pedro Basabilotra, secretario del jefe de la milicia del PNV “la izquierda siguió siendo para nosotros un peligro tan grande como los fascistas. Sabíamos que en caso de ganar la guerra habría que librar un segundo asalto...”. Juan Manuel Epalza ya se estaba preparando para ese “segundo asalto”. Sin ningún género de duda, la izquierda se volvería contra los nacionalistas vascos si salían victoriosos. El y otros crearon un estado mayor paralelo con el propósito de aprestarse para combatir a la izquierda. Cuando al País Vasco le fue concedido el autogobierno, pudieron prescindir de dicho estado mayor, ya que a partir de entonces existió una sola autoridad y el PNV la controlaba”.6
La burguesía vasca temía mucho más a la revolución que al fascismo que podría traer el “orden” y el respeto a la propiedad privada nuevamente. El antinacionalismo de Franco por un lado y el Estatuto de autonomía por otro, permitieron a la burguesía vasca explicar a las masas su apoyo al Gobierno de la República en términos de defensa de los derechos democráticos vascos. Sin embargo, lo que primaba, por encima de todo, eran sus intereses de clase y la burguesía vasca estaba firmemente dispuesta a dejar para mejores tiempos su autonomía si con ello impedía la revolución. Esta actitud determinó totalmente la política del PNV al frente del Gobierno Vasco. El hecho de que junto al PNV colaborasen otras organizaciones obreras no varió un ápice los resultados ya que era el PNV quien imponía su política como veremos más adelante.
El 1 de octubre de 1936 las Cortes aprobaron el Estatuto de Autonomía del País Vasco que consistía en un texto breve por el que se concedía un grado de autonomía sensiblemente modesto a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya; transfería competencias en legislación electoral, régimen interior, legislación civil, recursos naturales, transportes, organización de la justicia, policía y orden público, declaraba la cooficialidad del euskera y el castellano, reconocía la facultad de crear centros docentes propios aunque el Estado retenía los suyos y afirmaba expresamente la unidad de España. Además, determinaba que en el transcurso de la guerra regiría el País Vasco un Gobierno Provisional, delegando la elección del presidente de dicho Gobierno a los concejales que pudiesen emitir libremente el voto, en otras palabras, entregaba la presidencia al PNV que controlaba una amplia mayoría de los 1.009 concejales, la mayoría de Vizcaya que votaron el 7 de octubre a José Antonio Aguirre como presidente del Gobierno Vasco. La formación del Gobierno de Aguirre representó la reaparición del poder del Estado burgués frente al poder revolucionario que frenó el alzamiento del 18 de julio en Vizcaya y Guipúzcoa.
La guerra en el País Vasco tuvo pues dos fases netamente diferenciadas. Una la de las Juntas de Defensa, entre el 18 de julio y el 7 de octubre de 1936 en la que el poder regional y el esfuerzo de resistencia recayeron sobre las fuerzas políticas de la izquierda obrera. Otra, la fase del Gobierno vasco entre el 7 de octubre de 1936 y la caída de Bilbao en la que el PNV asumió la responsabilidad tanto en la gobernación del País Vasco como en la dirección de la guerra.7
En Euskadi, el Frente Popular apoyándose en el nacionalismo pudo evitar que una respuesta revolucionaria a la guerra llevase a la nacionalización de las industrias y la banca con el fin de utilizar todo su potencial frente a las tropas de Franco. “La clave estuvo en el papel del PNV: su presencia al frente del Gobierno autónomo equivalió de una parte, a una moderada reacción termidoriana que detuvo y recondujo la situación seudorrevolucionaria creada en Vizcaya y Guipúzcoa como consecuencia de la respuesta popular a la sublevación del 18 de julio”.7
El 7 de octubre de 1936 el presidente Aguirre constituyó el Gobierno Vasco. Uno de sus primeros objetivos fue establecer el mando único y la militarización de todas las milicias. “El Gobierno vasco promoverá el acceso del trabajador al capital, a los beneficios y a la coadministración de las empresas, pudiendo llegar a la incautación y socialización de los elementos de producción que estime necesarios para organizar rápidamente la victoria. Procurará en todo momento evitar lesión innecesaria en los intereses de los productores y protegerá decididamente al modesto industrial y al comerciante”. En el texto de este discurso podemos apreciar las presiones del movimiento obrero; sin embargo, toda esta fraseología no servía sino para posibilitar al PNV hacerse con el poder con el fin de proteger la propiedad privada de la banca y la industria que, en medio del conflicto, continuaron funcionando normalmente en manos de sus antiguos propietarios no siendo nacionalizadas, como exigía la situación para abastecer la industria de guerra.
Esta situación era apreciada por muchos militantes honrados y sin embargo combatida por sus direcciones. Según Ricardo Valgañón, fundidor comunista: “El gobierno vasco no sabía cómo sacar el máximo partido del potencial humano e industrial que se hallaba a su disposición. Y eso se debía a que no era un partido revolucionario. Temía que, en caso de ganar la guerra, se produjese un avance del socialismo, al que era hostil...”.
Como en el resto del Estado, la consigna en Euskadi fue, primero ganar la guerra, después la revolución, sin comprender que era imposible la primera sin llevar a cabo la segunda. De esta táctica únicamente salió beneficiada la burguesía vasca, catalana y española y más tarde la reacción fascista. Esta fue la conclusión de muchos militantes comunistas a través de su propia experiencia: “nuestro único deseo era ganar la guerra. Todo lo demás se dejaba para más tarde. La clase obrera, el Partido Comunista de Euskadi no presentaban reivindicaciones al Gobierno Vasco, incluso cuando Euzkadi Roja, el periódico del partido, trató de señalar que no estábamos luchando solamente por la liberación nacional, sino para cambiar la estructura de la sociedad, el PNV se las arregló para que lo censurasen” A su modo de ver, “el Partido Comunista estaba excesivamente callado. En aquel momento, la liberación nacional era por supuesto, la mayor conquista social para el pueblo de Euskadi. Si ganaban los fascistas, los vascos perderían su libertad y su democracia. A pesar de todo, el hecho de no conseguir conquistas sociales representaba inevitablemente hacerle el juego a la burguesía vasca”.
Al proletariado vasco le correspondió el mérito de evitar que Guipúzcoa y Vizcaya cayesen en manos del general Mola. Las columnas expedicionarias salían hacia los frentes entre vítores a la República, al Frente Popular, al proletariado. Los lemas colectivos eran lemas revolucionarios. Los improvisados batallones desfilaban a los sones de la Internacional y del Himno de Riego. Irujo, el diputado nacionalista por Guipúzcoa, criticaría el “culto a los ídolos de la revolución” que, de acuerdo con sus propias palabras, rendía la Junta de San Sebastián. El corresponsal de The Times, George Steer, escribió que la base de la milicia guipuzcoana era “urbana y proletaria, no nacionalista vasca”. Lo mismo podría decirse de la milicia vizcaína.
El 3 de septiembre una fuerza compuesta por militares insurgentes y requetés de Navarra capturó la población fronteriza de Irún, cerrando la frontera entre el País Vasco y Francia. En lo sucesivo las comunicaciones del norte con el resto de la zona del Frente Popular solo pudieron efectuarse por mar o por aire. Antes de abandonar Irún, algunos de sus defensores pegaron fuego a ciertas partes de la ciudad. Diez días más tarde los nacionalistas vascos rindieron San Sebastián al enemigo sin disparar un tiro. Una fuerza de gudaris (soldados nacionalistas vascos) se quedó en la ciudad para asegurarse de que las fuerzas en retirada no le prendieran fuego, como había ocurrido en Irún. Anteriormente ya habían desarmado a la milicia anarquista, que era partidaria de resistir.
Las encarnizadas luchas callejeras que culminaron en el aplastamiento de la insurrección militar en la ciudad, el prolongado asedio del cuartel de Loyola, que no se había rendido hasta el 28 de julio, sólo sirvieron para que Guipúzcoa permaneciese en la zona del Frente Popular durante menos de dos meses.
La rendición de San Sebastián hizo que de la noche a la mañana el frente se desplazase unos 60 kilómetros hacia el oeste en dirección a las fronteras de Vizcaya, la única provincia vasca que seguía en la zona del Frente Popular.
El fracaso sufrido en la defensa de San Sebastián suscitó varios enfrentamientos violentos en el seno del PNV. Por su parte, el Bizkai Buru Batzar (dirección del PNV de Vizcaya) decía que si acudía a la defensa de Guipúzcoa donde abundaban los hombres pero no las armas, la provincia caería igualmente y la defensa de Vizcaya saldría perjudicada.
En la misma Vizcaya el PNV (a diferencia de los otros partidos) no envió milicias al frente hasta los últimos diez días de septiembre cuando el enemigo estaba casi en sus fronteras.
Los batallones nacionalistas vascos, formados principalmente por campesinos, constituían el elemento con mayor representación en el ejército. Incluso sus oficiales jóvenes eran conscientes de que el Jefe del Estado Mayor, el coronel Montaud, un oficial de carrera que gozaba de la confianza del presidente Aguirre, era un derrotista. El teniente Luis Michelena, ex tenedor de libros de Rentería (Guipúzcoa) y militante del PNV, opinaba que deberían haberle fusilado. No se trataba de una cuestión de lealtad, sino de la forma en que el coronel concebía la guerra. “Pensaba siempre que cualquier operación que planease saldría mal. Aunque claro, había pocos oficiales profesionales que valieran algo en el ejército vasco. La mayor parte tenían mentalidad de funcionario, les faltaba iniciativa y comprensión de las fuerzas populares que tenían bajo su mando. Resumiendo, sospechaban del pueblo...”.6
El presidente del PNV mantuvo al frente a esta joya del derrotismo hasta que no pudo más; entonces el coronel Montaud fue sustituido como jefe del estado mayor y el presidente Aguirre se convirtió en el jefe supremo por sugerencia de los estalinistas.
La pretendida eficacia del PNV para constituir cuerpos de ejército en poco tiempo, bien equipados, numerosos y con un mando centralizado y previsor que preparó el llamado cinturón de hierro para proteger Bilbao, no es más que una falsa cortina de humo para ocultar su felonía y su traición. En realidad el PNV, que durante semanas enteras se negó a levantarse en armas frente a los fascistas, no tuvo más remedio que reaccionar y ponerse al frente de un ejército enfrentándose a estos con el fin de evitar que le superasen los acontecimientos y poder reconducir la situación protegiendo en todo momento, como su principal fin, la propiedad de la burguesía y a sus personas.
Por su parte el mando centralizado de las tropas fue utilizado para poner bajo las órdenes de la burguesía vasca a los batallones proletarios.

En cuanto a “la gran obra defensiva en Bilbao” fue un completo fiasco. El cinturón de hierro inacabado, carecía de protección contra ataques aéreos, tenía poca profundidad (10-15 kilómetros desde Bilbao), no disponía de líneas de apoyo escalonadas y dejaba fuera alturas importantes desde las que era fácilmente dominable. Al general Gamir, el examen del cinturón le resultó “desconsolador” y a Franco le pareció “un error, un inmenso error”. El 11 de Junio de 1937 fue roto después de que la artillería y la aviación machacasen un punto cercano a Larrebezúa, donde las fortificaciones estaban por acabar. Las fuerzas franquistas sabían por donde atacar: al comenzar la campaña se había pasado al enemigo el ingeniero Goicoechea, que había trabajado las fortificaciones. “Habíamos confiado en él, lo considerábamos uno de los nuestros en el fondo porque procedía de una familia del PNV”, recordaba Juan Ajuriaguerra, presidente del PNV de Vizcaya.
Sin embargo, él no podía ignorar los auténticos deseos de las “buenas familias” del PNV, propietarios de rentables industrias que a toda costa deseaban mantener, aunque fuese con otro régimen. De hecho se trataba de la segunda traición: el primer ingeniero que iniciara y planeara la línea defensiva había sido ejecutado por intentar pasar información al enemigo. Goicoechea, su ayudante, siguió trabajando en la línea. La tropa estaba perfectamente enterada de su defección. Tanto era así que bautizaron con su nombre un avión enemigo que venía en misiones de reconocimiento. Sin embargo, a juicio de Ramón Rubial, el cinturón de hierro era virtualmente inútil de todos modos. El tornero socialista que ahora mandaba el 5º batallón socialista comprobó que los fortines de cemento no estaban camuflados y que las trincheras eran anchas y rectas. “no nos inspiraba confianza”.
En el batallón de las JSU donde servía Saturnino Calvo, minero de 17 años, se olía la traición del PNV. Ellos sabían que era posible vencer de no haber estado al frente la burguesía nacionalista, habrían podido contener al enemigo luchando en las montañas con una red adecuada de posiciones defensivas. “Pero para ello hacía falta una política de guerra que el gobierno vasco no estaba dispuesto a adoptar. Una política de tierra quemada, una guerra revolucionaria como en Madrid. Teníamos una gran ventaja sobre los defensores de Madrid: lo accidentado del terreno”, pero en manos del PNV de poco servían las ventajas de una poderosa industria, de un terreno accidentado muy apropiado para establecer líneas defensivas y obstaculizar el avance de las tropas.
El 17 de junio el Gobierno vasco acordó la evacuación de Bilbao encargando su organización a una Junta de Defensa presidida por Jesús María de Leizaola, consejero de Justicia del Gobierno Vasco. Leizaola impidió que se cumplieran las órdenes del Gobierno Republicano de que se destruyeran edificios de valor estratégico e instalaciones industriales. En pocos días, entre el 22 de junio y el 2 de julio el ejército de Franco completó la ocupación de Vizcaya conquistando sin resistencia todos los pueblos de la zona industrial y minera de la margen izquierda y las Encartaciones con sus industrias y minas intactas y con abundante material que pudo rápidamente ser utilizado e incluso exportado hacia Alemania para financiar la importación de más armamento para las tropas franquistas.
Todos los éxitos logrados por el proletariado vasco y por muchos gudaris sinceros que luchaban contra la reacción, fueron dilapidados por la política de la burguesía vasca que, desde el Gobierno autónomo se dedicó sistemática y astutamente a facilitar la victoria del “orden y el catolicismo” como habían hecho abiertamente en Álava y Navarra, el Araba y el Napar Buru Batzar respectivamente.
Desde un punto de vista militar, como afirma J.P. Fusi: “La ofensiva del Norte cambió el curso y la naturaleza de la guerra. La conquista de Vizcaya fue una de las claves en la victoria de Franco”.
Aguirre, como el resto de la burguesía, eran conscientes de que mientras la revolución continuase latente en otras partes del Estado, particularmente en Catalunya, la amenaza contra sus propiedades no habría desaparecido. Tras la caída de Bilbao y antes de la entrega de las tropas vascas a los italianos, Aguirre tomó una iniciativa que él mismo relata en su libro De Gernika a Nueva York: “En avión me dirigí a Valencia, adonde llegué una tarde de julio de 1937. El objeto de mi visita era audaz. Iba a proponer el embarque inmediato de las divisiones vascas trasladándolas al frente de Catalunya (...) Las divisiones vascas en Catalunya hubieran servido de encuadramiento a muchos patriotas catalanes y constituido un elemento que hubiera devuelto al territorio republicano la fisonomía que era necesario para presentarse ante Europa”. ¿A qué “fisonomía” se refiere Aguirre? Él mismo nos lo explica: “la incautación de empresas, incluso extranjeras, por parte de los sindicatos, la abundancia de emblemas comunistas y anarquistas en los primeros momentos de confusión, etc., restaban simpatías en el extranjero a una causa justa por todos los conceptos”. ¿Es posible expresar más claramente su odio a la revolución del proletariado catalán?
Según relata Aguirre: “En Catalunya, la desorientación y la indignación de los patriotas catalanes crecía por momentos, pues se veían desbordados por las organizaciones extremistas, las menos en número (sic), pero superiores en audacia, y la autoridad catalana se encontraba sin medios coactivos de los que le había privado la rebelión militar (...) la llegada de las divisiones vascas hubiera levantado el espíritu de la verdadera Catalunya y cambiado el rumbo de las cosas”.
La burguesía vasca, incapaz de enfrentarse a los fascistas ofrecen lo que quedaba de su ejército para aplastar al proletariado revolucionario catalán.
Las propuestas de Aguirre no fueron tenidas en cuenta por Companys y otras “personalidades extranjeras” a las que visitó. Su papel contrarrevolucionario hubiese quedado demasiado en evidencia. Prefirieron apoyarse en los dirigentes del PCE que, siguiendo las indicaciones de Stalin, se aliaron a la burguesía republicana con el fin de ahogar todo el proceso revolucionario para “ganar la guerra”. El Gobierno de Negrín, llamado el “Gobierno de la Victoria”, sirvió para estos fines.
Así que Companys, Azaña y sus asesores le dijeron a Aguirre que si tenía tantas ganas de combatir por la República lo hiciesen en el frente Norte. Tras esta respuesta Aguirre declinó toda responsabilidad y voló “a Santander dispuesto a hacer aquello que mejor contribuyera a salvar el mayor número posible de hombres”. Dispuesto en definitiva a dar luz verde a la firma de una paz por separado con los italianos.
El PNV dio por finalizada su participación en la guerra tras la rendición de los batallones vascos en Santoña (Santander) en agosto de 1937. Su dirigente, “Juan de Ajuriaguerra se reunió con el mando italiano y firmó un acuerdo según el cual los soldados vascos, después de rendirse, quedarían libres y exentos de toda obligación de participar en la guerra. También se prometía que la población vasca no sería perseguida. El 25 por la noche entraron los italianos en Laredo y fijaron copias de la convención en todas las esquinas. La Junta de Defensa, formada por varios nacionalistas vascos, entregó la ciudad al coronel italiano Fergosi, al tiempo que dos barcos británicos fondeaban en Santoña para transportar a quienes prefiriesen trasladarse a Francia. Poco después se desmoronaron todas las ilusiones. La convención era papel mojado ya que el Cuartel General de Burgos había ordenado que de allí no saliese nadie. Los italianos emplazaron sus ametralladoras frente al puerto para obligar a desembarcar a los que ya estaban a bordo de los buques británicos. Algunos de sus jefes estaban indignados por el triste papel que les habían obligado a representar. Y los vascos allí concentrados fueron conducidos a cárceles y campos de concentración en espera de que se decidiese su suerte”.5
El PNV había cumplido fielmente su objetivo. Cuidar los bienes de la burguesía vasca y evitar su expropiación o destrucción por parte de los revolucionarios y cuidar a los 2.000 fascistas que fueron liberados de las cárceles tras la caída de Bilbao y conducidos en la noche por los nacionalistas para que pudiesen llegar hasta las líneas franquistas con éxito.

 

El papel de la burguesía catalana

 

El fenómeno más característico de la primera fase de la guerra fue la ausencia del poder. La iniciativa estaba enteramente en manos de las masas armadas. Los partidos y sindicatos obreros eran la columna vertebral del único poder que se levantó frente a la mayoría del ejército sublevado. Perdida la iniciativa, el Gobierno central se encontró suspendido en el aire. En los ministerios se esforzaban por asegurar la continuidad del Gobierno, pero la autoridad se había hundido. En dichas circunstancias la burguesía no tuvo más remedio que apoyarse en dirigentes obreros como Indalecio Prieto que, sin ser nada oficialmente, se hallaba instalado en el ministerio de Marina, como primer colaborador de la obra gubernamental.
Azaña era profundamente pesimista. No creía en la posibilidad de resistir y se sentía en desacuerdo íntimo con el giro revolucionario que, como contrapartida de la rebelión, tomaban los acontecimientos. El propio Azaña lo reconoció en La Velada de Benicarló: “Por rechazo de la insurrección militar, hallándose el Gobierno sin medios coactivos, se produce un levantamiento proletario, que no se dirige contra el Gobierno... La obra revolucionaria comenzó bajo un Gobierno republicano que no quería ni podía patrocinarla” sino todo lo contrario, añadiríamos nosotros, aplastarla, lo cual representaba entregar al proletariado al fascismo atado de pies y manos.
Si Madrid representaba la clave de la resistencia al fascismo, Catalunya fue la clave del abastecimiento de tropas, alimentos, ropas y armas. El maravilloso proletariado revolucionario catalán que ocupó y organizó la industria y el transporte como nunca había funcionado antes, lograron, al mismo tiempo, que mejoraran las condiciones de vida de los trabajadores.
En Barcelona el Comité Central de Milicias Antifascistas fue, durante los primeros meses, tras el alzamiento, el verdadero poder y la Generalitat era un “verdadero gobierno de paja”, que decretaba a posteriori lo que la calle ya había realizado. La burguesía catalana siguió estando al frente del poder porque la dirección de la CNT se lo entregó en contra de sus propias bases.
El 26 de septiembre la Generalitat formó un nuevo Gobierno llamado Consejo. En ese Gobierno participaba la CNT. Una de las primeras medidas fue el establecimiento del mando único y la disolución del Comité Central de Milicias que representó el principio del fin del Consejo Regional de Defensa de Aragón.
Catalunya se convirtió, tras la caída del País Vasco, en el eje y centro del proceso revolucionario. En aquellas circunstancias fue la Esquerra la encargada de mantener el cordón umbilical entre el Gobierno de la Generalitat y la burguesía en una situación de doble poder. En la tarea de restablecer el aparato estatal burgués la burguesía nacionalista catalana colaboró estrechamente con el Gobierno central en medio de un proceso revolucionario que, como hemos visto, barrió el aparato estatal y una buena parte de la propiedad privada de la industria y de la tierra que pasaron a manos de los trabajadores y campesinos.
El gobierno del Frente Popular después de haberse negado durante años a conceder la autonomía al País Vasco, aprobaron en plena guerra civil y tras la caída de Pamplona, Vitoria, Irún y San Sebastián un Estatuto de Autonomía que entregaba el poder del gran coloso industrial que era Bilbao al PNV que tardó bien poco en rendirlo con las industrias y minas intactas a la reacción a pesar del sacrificio de miles de proletarios y de gudaris vascos que continuaron su lucha en el frente mientras el Gobierno Vasco pactaba ignominiosamente una paz por separado con las tropas italianas. Temían a la revolución más que a Franco y por ello, pocos meses después de dar la autonomía a Vizcaya (el resto de las provincias vascas ya habían sido entregadas a los fascistas), tras las jornadas de mayo en Barcelona, el Gobierno de la República eliminó la autonomía de Catalunya apoderándose de los Ministerios catalanes de Interior y Defensa con el fin de desarmar a las patrullas obreras.
En Euskadi se utilizó la autonomía para darle el poder a un sector de la burguesía, la vasca que preparó el camino de la reacción, mientras en Catalunya en nombre del centralismo se arrebató a las masas revolucionarias el poder preparando igualmente el camino a la reacción.

 

Las organizaciones obreras frente a la cuestión nacional

 

Los dirigentes de las organizaciones obreras tuvieron la ocasión de, apoyándose en el movimiento obrero, llevar a cabo una política de independencia de clase negándose a pactar con la burguesía y ganándose con un programa socialista a las masas de las nacionalidades oprimidas. La clase trabajadora era la única que podía dirigir este movimiento utilizando en el Estado español el mismo programa respecto a las nacionalidades que habían adoptado los bolcheviques en Rusia. Al fin y al cabo, la clase obrera en el Estado español no era más débil que en Rusia sino todo lo contrario. Entre 1910 y 1930 la clase obrera industrial había aumentado en más del doble alcanzando más de dos millones y medio de personas. Ello representaba el 26% de la población trabajadora en comparación con el 16% de veinte años atrás. Sin embargo los dirigentes de las organizaciones obreras centraron toda su estrategia en la defensa de la República burguesa que ni resolvió, ni podía resolver radicalmente, ninguno de los problemas fundamentales de la revolución democrática: el agrario, el de las nacionalidades, el de las relaciones con la Iglesia, el de la transformación de todo el mecanismo burocrático-administrativo del Estado...
¿Cuál fue la política de las organizaciones obreras respecto a la cuestión nacional? Por un lado la CNT en Catalunya, en 1931, en el momento álgido del conflicto entre la efímera República Catalana y el poder central, se declaraba dispuesta a luchar contra la independencia de Catalunya por todos los medios sin excluir la “insurrección armada”. En Euskadi sin embargo la CNT apostó por una posición muy diferente como refleja Chiapuso dándole un “margen de maniobra” al Gobierno del PNV en 1936 ya que según los anarquistas vascos el federalismo que éste promulgaba era un factor “progresivo”.
Los estalinistas reclamaban “hacer suyo” el movimiento nacionalista “integrar al Partido Comunista” en este movimiento y la postura del Partido Socialista fue plegarse al dictado de la burguesía republicana defendiendo el nacionalismo español a ultranza aguando la autonomía catalana y negándosela al País Vasco al instaurarse la República.
Cuando llegó la hora de la verdad en 1936 y tras las jornadas de mayo de 1937 en que el movimiento revolucionario en Catalunya era la punta de lanza, el momento en que para vencer al fascismo era imperiosa la conquista del poder por parte de la clase trabajadora, los dirigentes obreros renunciaron a tomarlo en Catalunya cediéndoselo a la burguesía nacionalista catalana que, a través de Companys, no dudó en cedérselo al gobierno de Madrid con el fin de aplastar el movimiento revolucionario en Catalunya y en todo el Estado.
La incongruencia presidió la actitud de los dirigentes obreros respecto a la cuestión nacional. Su política respecto a este tema fue dar continuos bandazos apoyando ora al nacionalismo español más estrecho, o a los nacionalistas burgueses. Indalecio Prieto, líder de los socialistas vascos, afirmaba en 1931 que: “El nacionalismo de derechas es un instrumento de la reacción”. Sin embargo, su actitud hostil hacia los derechos democrático-nacionales ayudaron enormemente a la burguesía vasca durante aquellos años en que el Partido Socialista necesitaba fortalecerse para enfrentarse a la reacción. Y finalmente, cuando estalló el conflicto a muerte entre reacción y socialismo olvidando sus propias palabras, cinco años más tarde, en plena guerra civil, la dirección del PSOE afirmando corregir un error cometió otro mayor al dar todo su apoyo en el momento decisivo al PNV que era enemigo acérrimo de la revolución.
La burguesía nacionalista en cada situación revolucionaria que protagonizaron las masas para transformar la sociedad, procuró arrancarle el contenido de clase para darle el suyo propio y utilizar el auge revolucionario en su propio provecho. Esa realidad es igualmente válida en la situación actual. Por ello es falso que CIU, ERC, el PNV, EA, sean una burguesía “más progresista” que el PP y es un error entrar en pactos o alianzas con ellos por parte de las organizaciones de la clase trabajadora para formar “Gobiernos de Progreso” en el País Vasco, Navarra etc. Todos estos partidos son instrumentos de la clase dominante para mantener su control sobre el aparato estatal y la propiedad privada de los medios de producción como hemos tratado de demostrar a la luz de la experiencia de los años treinta en el presente artículo.
La influencia de la burguesía nacionalista entre los trabajadores, el campesinado y la pequeña burguesía: intelectuales, etc., no hubiese calado tan hondo si, los dirigentes de las organizaciones obreras, en lugar de hacer seguidismo del nacionalismo burgués y pequeñoburgués o defender los postulados del nacionalismo español, hubiesen adoptado una política de clase respecto a la cuestión nacional.
“La burguesía española imperialista, débil, atrasada y corrupta, aliada con los propietarios latifundistas, viejos burócratas y generales y vinculada estrechamente a los restos del feudalismo, los terratenientes y la Iglesia, pretendía el aplastamiento de catalanes, vascos y demás nacionalidades. En dichas circunstancias, el nacionalismo de las masas catalanas y vascas, que reflejaba antes que nada el descontento de éstas, es un factor revolucionario progresista mientras que el nacionalismo español es un factor imperialista reaccionario”, señalaba Trotsky a sus partidarios de la Izquierda Comunista en Catalunya.
León Trotsky, en sus escritos sobre España, insistió en la necesidad de que las organizaciones obreras aplicasen una política de independencia de clase también respecto a la cuestión nacional para luchar contra la reacción y arrancar de la influencia de la burguesía nacionalista a las masas de obreros y campesinos en Catalunya y Euskadi.
“Las tendencias separatistas proponen a la revolución la tarea democrática de la libre autodeterminación nacional. Estas tendencias se acentuaron y exteriorizaron durante el período de la Dictadura (de Primo de Rivera). Pero mientras que el separatismo de la burguesía catalana no es otra cosa que un instrumento en su pugna con el Gobierno de Madrid, dirigido contra el pueblo catalán y español, el separatismo de los obreros y los campesinos es la expresión de su indignación social. Es preciso hacer una distinción rigurosa entre esos dos tipos de separatismo. Para separar de su burguesía a los obreros y campesinos que sufren la opresión nacional, la vanguardia proletaria debe asumir en la cuestión de la libre autodeterminación nacional, la posición más audaz y sincera. Los obreros defenderán hasta el fin el derecho de los catalanes y los vascos a organizar independientemente su vida nacional siempre que la mayoría de esos pueblos se pronuncie por una separación completa. Sin embargo, eso no quiere decir que los obreros avanzados impulsen a los catalanes y a los vascos a la independencia. Por el contrario, la unidad económica del país con una amplia autonomía de las regiones nacionales ofrecería grandes ventajas para obreros y campesinos desde el punto de vista económico y cultural”.
Si bien es comprensible la desazón de las masas frente a la corrupción y el centralismo, la alternativa en ningún caso puede ser la independencia en un mundo, hoy más aún que en los años treinta, enormemente interrelacionado a escala mundial donde la independencia de los distintos países, particularmente los menos desarrollados, es más formal que real. No se trata de negar la viabilidad de una Euskadi o una Catalunya o Galicia independientes, sino de lo que ello supondría para las masas que, en lugar de extraer beneficios, se verían envueltas en una pesadilla. La balcanización del estado español haría a cada una de sus partes aún más dependientes de las distintas potencias imperialistas, “¿Qué significado tiene el programa del separatismo? El desmembramiento económico y político del Estado español o, en otras palabras, la transformación de la Península Ibérica en una especie de península balcánica, formada por Estados independientes, divididos por barreras aduaneras, con ejércitos independientes y envueltos en guerras hispánicas ‘independientes”.3 La experiencia reciente de la partición de la ex Yugoslavia demuestra claramente que ésta no puede ser una alternativa. Sin embargo, únicamente mediante la defensa más consecuente de los derechos democráticos de las nacionalidades se puede combatir la demagogia de la burguesía vasca y catalana que, en connivencia con la burguesía española, explota y oprime por igual a los trabajadores de todo el Estado sean catalanes, castellanos, vascos o gallegos.
Es necesario distinguir entre el nacionalismo de la burguesía vasca y catalana que es particularmente egoísta, voraz y reaccionario ya que únicamente persiguen engordar sus propios bolsillos, y el nacionalismo que sienten las masas que representa antes que nada odio a la corrupción, el despilfarro, el atraso, la explotación, la represión a la lengua y la cultura propia, etc. y por tanto tiene un carácter netamente progresista y revolucionario.
La liberación de la opresión centralista de las nacionalidades históricas se logrará uniendo las reivindicaciones democrático-nacionales a la lucha de la clase trabajadora de todo el Estado por la transformación socialista de la sociedad y para ello es vital la unión orgánica del proletariado por encima de cualquier consideración de nacionalidad, lengua, raza o religión. Quienes como los nacionalistas pequeñoburgueses atentan contra esta unión hacen un flaco favor al movimiento obrero y a la propia causa de la liberación nacional.
Hoy, como ayer, la crisis orgánica del capitalismo, paro masivo, recortes sociales, precariedad en el empleo etc. junto a la corrupción, la represión y el terrorismo de Estado y ante la falta de una política correcta de las direcciones de las organizaciones obreras a nivel estatal, se han creado tendencias centrífugas, ilusiones pro independentistas principalmente en Euskadi donde según las encuestas un 30% apoyaría hoy la independencia y en Catalunya un 24%.
Desde el punto de vista del marxismo no hay ninguna contradicción en defender el derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, incluido el derecho a la independencia si así lo decidiesen democráticamente la mayoría de los catalanes, vascos o gallegos y defender al mismo tiempo la unidad orgánica de la clase trabajadora por encima de fronteras nacionales. Defendemos la más amplia autonomía de las nacionalidades históricas en el marco de una Federación socialista de los pueblos ibéricos como un primer paso hacia una Federación Socialista de los pueblos de Europa y una Federación Socialista Mundial.

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