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¿Puede acaso ser libre un pueblo que oprime a otros pueblos? No. Los intereses de la libertad de la población rusa exigen que se luche contra tal opresión. La larga historia, la secular historia de represión de los movimientos de las naciones oprimidas, la propaganda sistemática de esta represión por parte de las “altas” clases han creado enormes obstáculos a la causa de la libertad del mismo pueblo ruso, en sus prejuicios, etc.

“En el problema nacional, toda burguesía desea o privilegios para su nación o ventajas exclusivas para ésta; precisamente eso es lo que se llama ser ‘práctico’. El proletariado está en contra de toda clase de

privilegios, en contra de todo exclusivismo. Exigirle ‘practicismo’ significa ir a remolque de la burguesía,

caer en el oportunismo.

“En el problema de la autodeterminación de las naciones, lo mismo que en cualquier otro, nos interesa, ante todo y sobre todo, la autodeterminación del proletariado en el seno de las naciones”.

Lenin, El derecho de las naciones a la autodeterminación.

El régimen zarista sometía a las nacionalidades del imperio ruso a la más feroz opresión. Según el censo de 1897, el último bajo el régimen imperial, de una población de 129 millones de habitantes sólo 55,6 millones eran rusos, un 43% del total. Sin embargo, la lengua rusa, la religión ortodoxa oficial y la administración zarista eran impuestas al 57% restante, compuesto por decenas de nacionalidades y grupos étnicos: ucranianos, bielorrusos, polacos, finlandeses, lituanos, letones, judíos, los pueblos caucásicos, los pueblos turco-tártaros, moldavos, alemanes, etc. Para afianzar su dominio, el zarismo recurría a menudo a los pogromos —linchamiento masivo de un determinado grupo cultural— e incluso al exterminio de poblaciones enteras, especialmente en el Cáucaso.

La formación del Estado ruso

El carácter multinacional del imperio ruso, esa cárcel de pueblos, utilizando palabras de Lenin, se debió a su peculiar desarrollo histórico. Mientras que en el siglo XIX el capitalismo industrial estaba ya muy avanzado en el occidente europeo, en Rusia la servidumbre de la gleba no fue abolida jurídicamente hasta el año 1861. La formación de estados nacionales en Francia, Alemania, Italia y, en general, en Europa corrió paralela al desarrollo del modo de producción capitalista y a la intensificación de la circulación de mercancías, hechos que alimentaron un proceso de homogeneización cultural y lingüística. En contraste, el crecimiento del imperio zarista, del siglo XVI a principios del XIX, se produjo mediante la conquista de nuevos territorios y la instauración en ellos del régimen de servidumbre. Esas nuevas tierras —previo desalojo de la población nativa— eran repartidas entre los terratenientes, los funcionarios, los comerciantes, los campesinos ricos rusos y, por supuesto, el zar. La expansión del imperio iba indisolublemente ligada a la explotación y humillación de las poblaciones conquistadas, compuestas en su inmensa mayoría por campesinos. A menudo, los funcionarios, los maestros, los curas y los terratenientes, todos ligados al régimen zarista, ni siquiera hablaban o entendían la lengua nativa, aparte, evidentemente, de tener un nivel económico, unas costumbres y una vida social totalmente diferentes a las de la masa de población nativa.

La participación de Rusia en la guerra imperialista de 1914 endureció todavía más la opresión nacional: la represión a gran escala de los derechos democráticos de las naciones oprimidas, los encarcelamientos y el asesinato de los activistas, la expulsión en masa de la población autóctona, la absoluta prohibición de cualquier prensa nacional, se intensificaron. En estas condiciones era inevitable que con la caída del zarismo y la irrupción de la revolución, las reivindicaciones democrático-nacionales de las nacionalidades oprimidas, unidas a las otras demandas democráticas generales y de carácter social, se pusieran en el orden del día. Este proceso se vio en la revolución de 1905 y se volvió a poner de manifiesto en 1917.

La cuestión nacional y la Revolución de Febrero

La Revolución de Febrero acabó con el zarismo y el poder cayó, temporalmente, en manos de la burguesía rusa, a través del partido kadete y del gobierno provisional. Enseguida se vería que en los temas centrales como la guerra, la tierra y la cuestión nacional, la política de la burguesía no iba a variar sustancialmente respecto a la del zar.

Los kadetes se opusieron rotundamente a cualquier cosa que se asemejase al derecho a la autodeterminación, dejándolo bien claro en su congreso celebrado en mayo de 1917. Al primer encontronazo con Finlandia, el gobierno provisional disolvió por la fuerza de las armas el Sejm (parlamento). Respecto a Ucrania, adoptó una política similar, rechazando sus modestas aspiraciones. En cuanto a Polonia, aceptó su independencia cuando el país estaba ocupado por los alemanes, por lo que en la práctica no hacía ninguna concesión.

La burguesía intentaba disfrazar su política reaccionaria con el ropaje de la Revolución de Febrero. Así, al igual que defendían la participación de Rusia en la guerra “para defender la revolución del enemigo alemán”, a nivel interno decían que era necesario mantener la unidad de Rusia “para mantener la unidad de la revolución”. Todas las reformas que suponían un verdadero cambio a mejor en las condiciones de vida y los derechos de las masas se posponían en nombre del “realismo”, de la “democracia” y de la “revolución”.

La política de eseristas y mencheviques, los socialdemócratas de la época, no se diferenciaba, en lo esencial, de la de la burguesía. Respecto a la cuestión nacional se limitaba a intentar hacer más llevadera la existencia a las nacionalidades oprimidas, pero siempre dentro del marco del Estado ruso, posicionándose en la práctica al lado de la nacionalidad opresora y revistiendo el nacionalismo ruso de una apariencia democrática.

El programa bolchevique

La postura de los bolcheviques fue totalmente diferente. “Lenin —escribe Trotsky*— había calculado con suficiente anticipación el carácter inevitable de los movimientos nacionales centrífugos en Rusia y durante años había luchado obstinadamente, especialmente contra Rosa Luxemburgo, por el famoso párrafo 9 del viejo programa del partido, que formulaba el derecho de las naciones a disponer de sí mismas, es decir, a separarse completamente del Estado. Con ello, el partido bolchevique no se comprometía de ningún modo a hacer propaganda separatista. A lo único que se comprometía era a luchar con intransigencia contra todo tipo de opresión nacional, incluyendo la retención por la fuerza de cualquier nacionalidad en los límites de un Estado común. Sólo por este camino el proletariado ruso pudo conquistar gradualmente la confianza de las nacionalidades oprimidas”.

Los bolcheviques tenían su apoyo fundamental entre la clase obrera urbana. Debido a la composición social de Rusia, el problema nacional era, en gran medida, un problema campesino, en muchos casos ligado a la cuestión de la propiedad de la tierra. Para el triunfo de la revolución socialista era imprescindible ganarse el apoyo del campesinado, que constituía la inmensa mayoría de la población, o al menos obtener su neutralidad. Después de siglos de opresión, era perfectamente normal que entre las masas de las nacionalidades oprimidas hubiera mucha susceptibilidad respecto a todo lo que viniera de la metrópoli.

Defendiendo el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas, los bolcheviques educaban, en primer lugar, a las masas de la nacionalidad opresora, combatiendo el nacionalismo gran ruso. Por otro lado, querían dejar muy claro a las masas de las nacionalidades oprimidas que ni los bolcheviques ni los trabajadores rusos tenían ningún interés en la opresión nacional ni en retener por la fuerza a esas nacionalidades dentro del Estado ruso.

Esta política se combinaba con la más firme defensa de la unidad de la clase obrera y del campesinado de todas las nacionalidades contra el enemigo común: la burguesía y los terratenientes. Por eso Lenin y los bolcheviques, al mismo tiempo que defendían la máxima flexibilidad en cuanto al grado de vinculación de las distintas nacionalidades con el resto del Estado, incluido el derecho a la libre separación, también defendían con la misma firmeza un partido centralizado y libre de cualquier contagio de corte nacionalista. El partido revolucionario no debe ser un prototipo del futuro Estado obrero, sino la herramienta más eficaz para crearlo.

El papel de la clase dominante de las nacionalidades oprimidas

Los cuadros bolcheviques estaban educados en el mayor respeto y sensibilidad hacia las minorías nacionales y lucharon consecuentemente contra cualquier tipo de opresión nacional y contra el chovinismo gran ruso, pero esto no les hacía albergar ni la más remota esperanza de que las clases dominantes de las nacionalidades oprimidas pudiesen desempeñar un papel progresista ni emancipador respecto a su propio pueblo. Había una diferencia esencial entre el nacionalismo de los sectores privilegiados de las nacionalidades oprimidas y el nacionalismo de las masas oprimidas.

En un primer momento, las capas sociales no rusificadas más acomodadas de las nacionalidades oprimidas, generalmente maestros de escuela, comerciantes y pequeños funcionarios, fueron los que asumieron la dirección de los distintos movimientos nacionales. Su programa social era idéntico al de los mencheviques y eseristas rusos, que pretendían retener la revolución dentro de los límites de la democracia burguesa. Sin embargo, la total conquista de las libertades democráticas y nacionales, así como el reparto de la tierra y el fin de la guerra eran tareas que correspondían a la clase obrera, no a la burguesía rusa, firmemente ligada a los intereses de los terratenientes y subordinada al imperialismo, ni a las débiles burguesías de las nacionalidades oprimidas, incapaces de jugar un papel independiente. Las burguesías de las provincias bálticas, tradicionalmente firmes defensoras del zar, se convirtieron repentinamente al más radical de los separatismos cuando se trató de luchar contra la Rusia bolchevique. Este fenómeno fue bastante común entre la burguesía de la periferia. Incluso los altos jefes cosacos, firmes pilares del centralismo zarista, en pocos meses se hicieron partidarios de una federación con los jefes musulmanes, para aislar a la población de la influencia bolchevique. Utilizaban los sentimientos nacionales del pueblo para preservar sus propios privilegios.

El nacionalismo de las masas oprimidas reflejaba aspiraciones completamente distintas: el derecho a hablar en su propio idioma y a aprenderlo en la escuela, la lucha contra la ignorancia y la pobreza, la lucha contra la opresión del terrateniente y la burocracia zarista... En Letonia, por ejemplo, el antagonismo entre los terratenientes y los campesinos era también el conflicto entre la minoría opresora, de origen alemán, y la mayoría letona. Trotsky caracterizó el nacionalismo de las masas como “la cáscara de un bolchevismo inmaduro”.

La inserción de los movimientos nacionales en el proceso esencial de la revolución no se produjo de golpe sino en varias fases y de un modo diferente en las diversas zonas del país. Señala Trotsky: “Los obreros, los campesinos y los soldados ucranianos, los bielorrusos y tártaros, por su misma hostilidad hacia Kérenski, a la guerra y a la rusificación, se convertían por esa razón —a pesar de la dirección de los conciliadores— en los aliados de la revolución proletaria. Después de haber apoyado objetivamente a los bolcheviques, se vieron obligados en la etapa siguiente a lanzarse subjetivamente por la vía del bolchevismo. En Finlandia, en Letonia, en Estonia y, menos, en Ucrania, la disociación del movimiento nacional adquiere ya tal importancia que sólo la intervención de las tropas extranjeras puede impedir el éxito de la revolución proletaria. En el Oriente asiático, donde el despertar nacional adoptaba las formas más primitivas, sólo gradualmente y con considerable retraso llegaría a ser dirigido por el proletariado, después de la toma del poder. Si consideramos en su totalidad ese proceso complejo y contradictorio, la conclusión es evidente: el torrente nacional, al igual que el torrente agrario, se vertía en el lecho de la Revolución de Octubre”.

Los intereses de clase y la cuestión nacional

Los bolcheviques supieron entender el trasfondo de clase de la cuestión nacional, y esto hizo posible aprovechar su enorme potencial revolucionario. Para ello no podían tener una postura esquemática, rígida, ni caer bajo la influencia del nacionalismo ruso ni del nacionalismo de la burguesía de las nacionalidades oprimidas. Tenían que mantener firmemente una política de independencia de clase en todo momento.

Pocos días antes de ser arrollados por la revolución, y en parte por la enorme popularidad alcanzada por el programa bolchevique, el gobierno provisional hizo una declaración a favor del derecho a la autodeterminación. Pero eso era demasiado poco, y ya era demasiado tarde. Una revolución se caracteriza precisamente por la participación activa de las masas en los acontecimientos y su rápida capacidad de aprendizaje. Y las masas, a través de su propia experiencia, ya habían comprendido el verdadero carácter de la burguesía rusa, ya habían perdido la confianza en el gobierno provisional, ya no se conformaban con migajas. El camino hacia Octubre estaba despejado.

La postura de los bolcheviques ante la cuestión nacional fue decisiva para el triunfo de la Revolución Rusa, que a su vez impulsó una oleada revolucionaria en el mundo entero. Como dijo Trotsky, “cualquiera que sean los destinos ulteriores de la Rusia soviética (…) la política nacional de Lenin entrará para siempre en el patrimonio de la humanidad”.

* Todas las citas de Trotsky están extraídas del capítulo ‘La cuestión nacional’ de su obra Historia de la Revolución Rusa. Editada por la Fundación Federico Engels.

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